Editorial

La plena ciudadanía de las católicas

Compartir

A través del ‘motu proprio’ ‘Spiritus domini’, el Papa ha modificado el Código de Derecho Canónico para que las mujeres puedan ejercer oficialmente los ministerios del acolitado y el lectorado, reservados hasta ahora solo para los varones. Este desarrollo doctrinal responde a una práctica que se realiza desde hace décadas a pie de parroquia.



Hay quien puede ver este cambio como mero maquillaje que tapa las ojeras de una desigualdad manifiesta en el seno de la comunidad católica. Cuando se mira a un lado y a otro de la plaza pública, se vislumbra una Iglesia a años luz en el lugar que le corresponde a la mujer, y cualquier ciudadano de a pie puede llevarse las manos a la cabeza si constata que Roma ha esperado a 2021 para ‘legalizar’ que una mujer puede repartir la comunión o leer un salmo en el altar. Más aún, se sorprenderían si se adentraran en algún templo para descubrir las reticencias de algunos ministros ordenados para entregarles el copón, aun cuando no les queda más remedio.

La realidad es que todo podría haber seguido igual. Pero Francisco ha dado un paso al frente para hacer ley de una costumbre, una de las fuentes tradicionales del derecho. Y lo hace con una variación nada anecdótica, sino con un paso significativo –aunque sepa a insuficiente– en materia de sinodalidad, tanto que pone en valor los dones de cada bautizado y bautizada y, por tanto, la corresponsabilidad. Es más, tras este paso, se abre una rendija para la participación y desarrollo de los ministerios laicales, con el diaconado al fondo.

Sin ansias de poder

Lo cierto es que el reconocimiento verbal y público a la ingente labor de las católicas, consagradas o laicas, se queda ya corto. Las mujeres de la Iglesia, a estas alturas, no necesitan palmaditas en la espalda. Si de ello dependiera su permanencia, ya se habrían esfumado. Como María, son las primeras en acoger la Palabra y las únicas en perseverar al pie de la cruz.

Tampoco ansían cuotas de poder, en tanto que ya tienen ese preciado poder de vivir por y para la misión que es el servicio, liderando la amplia mayoría de proyectos evangelizadores, educativos, sociales y sanitarios, desde una opción preferencial real por los últimos. Pero no estaría de más que no se demorara más su inclusión en órganos de decisión con voz y voto, aunque solo fuera por una indispensable complementariedad y por la riqueza innata del genio femenino.

Al menos, con este reajuste normativo en la vida celebrativa, la mujer deja de ser una ‘sin papeles’ en el altar y, por tanto, supone una reparación para que ellas, más de la mitad de los católicos del planeta, adquieran la plena ciudadanía en su casa, un derecho que no emana de tesis feminista alguna, sino de la igualdad del agua viva en la pila bautismal.

Lea más: