Editorial

La fraternidad de las periferias

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Francisco ha arrancado el curso con el viaje más singular de su pontificado. Del 31 de agosto al 4 de septiembre, se ha desplazado a Mongolia, país asiático con una de las comunidades católicas más minúsculas y jóvenes del planeta: 1.500 católicos, un 0,04% de la población.



El Papa materializa así su constante llamada a situar las periferias reales y existenciales en el epicentro eclesial, arropando a unos testigos de la fe que se abren paso en una sociedad abierta a la trascendencia, pero que todavía precisa apuntalar la libertad religiosa que ampara su Constitución. Con un vínculo institucional encauzado en tres décadas de democracia, no es baladí que Francisco solicitara desde allí la aprobación de un acuerdo bilateral entre Mongolia y la Santa Sede para “el desarrollo de las actividades ordinarias” de la Iglesia: desde las misas a su labor educativa, sanitaria, asistencial…

Esta presencia en los recónditos confines del cristianismo contiene en sí misma un más que relevante valor diplomático. Como verbalizó el Papa en el vuelo de regreso de Ulán Bator, Mongolia es el ‘tercer vecino’, en tanto que, no solo geográficamente, está atrapado entre Rusia y China, las dos grandes potencias que todavía hoy tienen sus puertas cerradas a recibir a un obispo de Roma. Las llamadas de Francisco al fin de la violencia ante las autoridades locales y los líderes religiosos no dejan de ser una aportación más que necesaria con recado implícito a Moscú dentro esa “ofensiva de paz” que pilota para acabar con la guerra de Ucrania.

Respaldo a los católicos chinos

De la misma manera, el hecho de que, en su única eucaristía pública en Mongolia, el Papa tomara de la mano a los cardenales de Hong Kong y alentara a los fieles chinos, supone un inequívoco respaldo a los católicos sin entrar en el juego de presiones y desaires con el que Pekín está poniendo a prueba la paciencia del Vaticano. Todo esto enmarcado desde un subrayado del Pontífice en estos días, que ubica a la Iglesia alejada del proselitismo, las ideologías y los devaneos políticos, y volcada en “testimoniar con la vida la novedad del ‘Padre nuestro’”.

Así se conforma la geopolítica de la caricia de este pontificado. Una presencia en medio del mundo que conjuga la reivindicación de la libertad de acción pastoral de la Iglesia con la defensa de los valores del Evangelio, y que implica embarrarse por el respeto a la dignidad de la persona y de los pueblos. Un grito profético de anuncio y denuncia que, lejos de materializarse a golpe de confrontación y enredándose en vericuetos políticos, se apuntala desde un diálogo que aprecia las diferencias, redescubre caminos de esperanza, edifica puentes de concordia y configura una verdadera fraternidad universal.

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