El jueves 17 de julio, Israel bombardeó la única iglesia católica presente en la Franja de Gaza, causando la muerte de tres cristianos y provocando varios heridos, entre ellos el propio párroco. Días después, el primer ministro israelí, Benjamin Netanhayu, telefoneó al papa León XIV para lamentar el ataque e intentar justificar que se trató de un “error”. Este argumento ha sido cuestionado por la Santa Sede, a través del cardenal secretario de Estado, Pietro Parolin, que ha exigido una investigación exhaustiva de lo sucedido. En paralelo, el Pontífice ha solicitado “el fin inmediato” de la guerra.
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Oídos sordos
A la vista está, a juzgar por las matanzas cometidas después y por la imposibilidad de entregar ayuda humanitaria, que, más allá de las disculpas protocolarias, el Gobierno israelí ha hecho oídos sordos a las peticiones eclesiales. Se calcula que una de cada 25 personas en la Franja de Gaza, con 2,3 millones de habitantes, ha muerto desde el comienzo de la guerra por las armas, la desnutrición o la enfermedad. Aun admitiendo que atacar un templo católico pudo ser un fallo militar, no hay duda de que el genocidio contra una población indefensa no es ni un accidente ni un error.