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Mujeres contra la violencia

Mujeres contra la violencia

Frente a la dificultad de encontrar nuevos reclutas, ante la renuncia de muchos jóvenes a ir al frente en una guerra larga y desgastante, Ucrania en un momento dado buscó nuevas estrategias. Una de las más recientes, revelada por ‘The New York Times’, es la llamada “gamificación”: un sistema de puntos que premia los ataques exitosos. Como en un videojuego, los regimientos son recompensados por cada objetivo alcanzado. Para Kiev, matar a un soldado ruso vale 12 puntos. Herirlo, 8. Si además ese ruso pilota un dron, la puntuación sube a 15 puntos si es herido y a 25 si muere. El jackpot –120 puntos– corresponde a quien logra capturar a un militar ruso con la ayuda de un dron. No sabemos si el nuevo “juego” ha dado “resultados satisfactorios”. El gobierno ucraniano, evidentemente, lo esperaba. La noticia resulta siniestra. La guerra como un videojuego, la muerte de un hombre reducida a unas decenas de puntos. Gana un autómata sin sentimientos ni valores; pierde un puntito iluminado que se apaga. El campo de batalla, una pantalla similar a la que usan muchos jóvenes.



En todas las guerras, incluso en las más antiguas, los soldados siempre han sido recompensados con medallas, dinero e indemnizaciones. Incluso el ejército ruso –por mencionar la parte opuesta a los ucranianos– paga 2.400 dólares a quien derriba un helicóptero y 12.000 a quien captura un tanque. Pero en esta transformación de la guerra en un juego, en la que mediante drones se puede matar sin siquiera saber que se está haciendo, en la que el enemigo es un puntito luminoso y el arma es un botón, en la que no hay diferencia entre matar y jugar, hay un salto de calidad. O, mejor dicho, de deshumanización.

El hecho de que lo lleve a cabo un país que busca defenderse de una invasión no reduce su barbarie. No atenúa la sensación de que hoy, junto con el fin de la paz, asistimos a la crisis de todo sentimiento de humanidad.

El mismo proceso de deshumanización es evidente en Gaza. Allí los cuerpos se convierten en una masa indistinta de víctimas. En el lenguaje de los medios, los muertos son “daños colaterales” o “escudos humanos”, palabras que borran rostros, heridas, individualidad y cualquier empatía. Las guerras no se limitan a golpear los cuerpos, a matar hombres, mujeres y niños, a contravenir las reglas que las instituciones internacionales han considerado necesarias para contener la crueldad de la guerra, sino que erosionan la esencia del ser humano. Destruyen toda capacidad de comprensión, aniquilan la dignidad de cada persona. Ponen en marcha un proceso en el que el otro es percibido como menos que humano: un puntito luminoso en la computadora, un objetivo a alcanzar, un cuerpo confundido con el terreno.

Inhumano

El proceso de deshumanización ha sido denunciado en muchas ocasiones por organismos internacionales. El término “inhumano” ha sido usado explícitamente sobre todo por la ONU, la UNRWA y diversas ONG, así como por numerosos representantes religiosos. Desde el inicio de la guerra en Palestina, por ejemplo, ‘Le Monde’ afirmaba: “Desde el 7 de octubre de 2023, la retórica deshumanizadora sobre los palestinos se ha convertido en un lugar común en la esfera política y mediática de Israel”. Este proceso de deshumanización, al que dan voz juristas, expertos militares y figuras públicas, ha sido utilizado –explicaba el diario francés– para justificar las matanzas de civiles palestinos, especialmente mujeres y niños, y la destrucción de ciudades enteras. Como ejemplo de lenguaje deshumanizador, ‘Le Monde’ recordaba el de Yoav Gallant, ministro de Defensa antes de su dimisión del gobierno Netanyahu en 2024, quien justificó el inicio del asedio de Gaza declarando: “Estamos combatiendo animales humanos y actuamos en consecuencia”.

Las guerras han dado un salto de calidad: la técnica ha sustituido a la conciencia, la eficiencia ha reemplazado al sentimiento. Mientras los drones golpean enemigos invisibles, la humanidad pierde contacto consigo misma, reemplazando la experiencia con la automatización, el cuerpo con la interfaz. ¿Es este un mundo sin retorno? ¿Podemos todavía poner un freno a la deshumanización? ¿Y qué cultura puede devolver valor a la vida, al cuidado, a la dignidad? Solo la cultura femenina parece capaz de proponer nuevamente, como decía Einstein, “lo que importa, aunque no pueda ser contado”.

Y cuando hablamos de cultura femenina no nos referimos al feminismo. Ni tampoco a la lucha para que las mujeres adquieran posiciones de poder en el mundo. Cuando lo han hecho –y se podrían dar muchos ejemplos del pasado y del presente– la cultura masculina ha permanecido esencialmente igual. Las mujeres a menudo se han limitado a representarla en un cuerpo diferente. Cuando hablamos de cultura femenina nos referimos a un paradigma que tiene en el centro la atención, la relación, el cuidado. La vida. “Entre combatir y morir hay un tercer camino: vivir”, decía Christa Woolf. Y es un camino que requiere la guía del segundo sexo.

Un mural de Banksy en un edificio bombardeado en Irpin, Ucrania

Vivimos tiempos de tecnocracia, de inteligencia artificial sin ética, de derivas poshumanas, con la obsesión por superar los límites. Mientras la tecnología y los algoritmos corren el riesgo de sustituir el cuerpo, la experiencia, el sentimiento, las mujeres vuelven a proponer –en la vida cotidiana, en los gestos más comunes– la concreción de la relación, la cercanía de los cuerpos, “la atención” que, como afirmaba Simone Weil, “es la forma más pura de oración”.

Son ejemplo de ello figuras como Bebe Vio, atleta paralímpica que, superando con tenacidad y alegría los límites que parecía imponerle su condición física, ha demostrado que el cuerpo puede ser herido, pero no vencido, y que la fuerza y la humanidad pueden convivir en una misma persona.

También lo son las grandes científicas humanistas: Ursula Franklin, física y pacifista, que interrogó a la ciencia con dulce firmeza, pidiéndole que no olvidara nunca la responsabilidad ética de su poder; Sherry Turkle, que desde hace décadas explora la frágil frontera entre lo humano y la máquina, defendiendo la urgencia de la empatía en una época de pantallas que nos hablan sin tocarnos; Jane Goodall, que con su mirada paciente hacia los primates nos recuerda que entre el ser humano y la naturaleza no hay distancia sino continuidad. Y también la artista ucraniana Yona Tukuser, que ha elegido la pintura como vía para devolver la voz a quienes la guerra ha borrado; Ghadir Hani, que ha consagrado su vida al diálogo posible entre israelíes y palestinos, tejiendo puentes donde otros solo veían ruinas; o Eliane Brum, la periodista brasileña que llama al mundo a una nueva responsabilidad, denunciando la explotación de la Amazonia y la deportación de sus pueblos como heridas no locales, sino globales, heridas del propio futuro.

Diferentes culturas

Solo mujeres así, y todas aquellas que cada día cuidan la vida con gestos invisibles, pueden lograr un cambio tan necesario frente a una carrera hacia la catástrofe que podría involucrar a todo el planeta. No porque hayan nacido “mejores”, sino porque históricamente han estado alejadas de la cultura hasta ahora dominante. Lejos de ese conjunto de valores, modelos simbólicos y estructuras sociales históricamente asociados al dominio, la competencia y la conquista. La cultura masculina –lo demuestra la historia del mundo– se fundamenta en la jerarquía (quién manda y quién obedece), en la fuerza física, económica y política, en el control de la naturaleza y del cuerpo de las personas, en la guerra como medio para resolver conflictos.

La cultura femenina, en una lectura simbólica, representa un sistema de valores orientado al cuidado, a la relación, a la cooperación y a la conservación de la vida. Muchas ya se han dado cuenta. Hoy son muchas en el mundo que buscan hacer vivir esta cultura. Y no solo las mujeres que, en la cotidianeidad y en el silencio, producen cuidado, sentimientos y nuevas relaciones. Mujeres que nos rodean y que silenciosamente llevan adelante una estrategia de nueva humanización. Pero también aquellas que van más allá, que crean asociaciones, prácticas políticas y que desarrollan proyectos centrados, de nuevo, en “lo humano”.

Profundo desgarro

Son ellas quienes siguen el camino que ya otras habían señalado, pero que permanecieron –aunque importantes en el mundo del arte y la literatura– al margen de una historia y de un proyecto ideado por hombres cuya fuerza avanzaba inexorable. Virginia Woolf había comprendido bien la vigencia de un paradigma femenino cuando, en ‘Tres guinea’s, definía la guerra como “un acto puramente masculino” que “nace del deseo de poseer, de mandar, de dominar”. O la filósofa feminista Luce Irigaray, que en ‘Ética de la diferencia sexual afirmaba’: “El orden simbólico masculino se funda en la guerra y la muerte; el femenino, en el nacimiento y la relación”. O, también, la socióloga, escritora y activista Riane Eisler, que en su bestseller ‘El cáliz y la espada sostiene’: “Las sociedades dominadas por el principio masculino han exaltado la espada, símbolo del poder y de la violencia; las sociedades orientadas por el principio femenino han venerado el cáliz, símbolo de la vida y de la compartición”.

Hace unas décadas eran voces aisladas. Hoy, en cambio, son muchas las que ya han comprendido que la guerra –en la cultura masculina y dominante– no es solo un evento militar, sino una mentalidad, una forma de concebir la vida como lucha por el poder y la supremacía. Hoy, las mujeres –todas– tienen la tarea de detener esos procesos que nos llevan a destruirnos a nosotros mismos. No solo nuestro cuerpo, sino esa llama frágil y luminosa que llamamos alma. Sin duda, la voz que nos recuerda la humanidad es una voz de mujer.

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