En mi familia, este regreso a clases tiene un sabor especial. Mis sobrinas comienzan etapas nuevas: una inicia la primaria y la otra la secundaria. Mi sobrino mayor acaba de dar el salto a la universidad. Tres mochilas distintas, tres caminos que empiezan con ilusión, nervios y esperanza. Y pensé: así es la vida… una sucesión de comienzos donde todos volvemos a ser alumnos.
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El regreso a clases es siempre más que una fecha en el calendario pues no se trata solo de uniformes planchados o cuadernos nuevos. Es la expresión de que, a pesar de todo, seguimos creyendo en el futuro. Que todavía hay familias que hacen un esfuerzo enorme para educar, que hay maestros que vuelven a apostar por la paciencia y la vocación, y que hay jóvenes que, aunque carguen miedos o incertidumbres, se atreven a dar el siguiente paso.
Estoy convencido que cada mochila guarda más que útiles. Quien mira a los niños y jóvenes entrar a la escuela puede pensar que solo llevan libros, lápices y tabletas. Pero cada mochila guarda también ilusiones, miedos, preguntas y hasta heridas que no siempre se ven. El desafío para padres, maestros y comunidades es mirar más allá de lo académico y reconocer la vida entera que cargan nuestros hijos, alumnos y vecinos.
El regreso a clases no debería ser solo un reto de rendimiento, sino una oportunidad de acompañamiento. Es preguntarnos: ¿qué necesita este niño para crecer con confianza?, ¿qué sueña esta adolescente que apenas inicia secundaria?, ¿qué decisiones se juegan en el corazón de un joven que estrena universidad?
Ahora bien, la educación no se limita al aula. Padres y madres educan cada vez que escuchan, acompañan y ponen límites con amor. Maestras y maestros educan cuando transmiten conocimientos, sí, pero sobre todo cuando se convierten en referentes de vida. Y la Iglesia educa cuando abre sus espacios a los niños y jóvenes, cuando ofrece sentido, fe y comunidad. En tiempos de violencia y cansancio social, educar sigue siendo un acto profético. No es un trámite: es creer que la vida merece ser cuidada y proyectada hacia adelante.
La Iglesia también es una escuela. Cada parroquia, cada grupo juvenil, cada catequesis es también un aula. Los niños y jóvenes no solo aprenden en la escuela; también en la fe descubren que el mundo puede ser distinto si se vive con esperanza y solidaridad. El regreso a clases es también un llamado a la Iglesia: acompañar procesos, abrir puertas, escuchar más y juzgar menos. Como dijo el papa Francisco: “Educar es un acto de amor, es dar vida”. Esa es la tarea que compartimos: formar no solo mentes brillantes, sino corazones grandes.
El regreso a clases nos recuerda que todos, de alguna forma, seguimos aprendiendo. No importa la edad, siempre hay un inicio que nos espera: un nuevo trabajo, una nueva etapa, una reconciliación pendiente, un proyecto por emprender. La vida es escuela, y en ella, Dios es el maestro paciente que nunca se cansa de enseñarnos. Quizá la lección más grande de este tiempo es que volver a clases es volver a la vida: con la humildad de quien aprende, con la valentía de quien comienza, y con la esperanza de quien cree que todavía vale la pena seguir soñando.
Lo que vi esta semana
Almacenes y tiendas llenas de papás y mamás, de niños y adolescentes comprando lo necesario para el regreso a clases.
La palabra que me sostiene
“Enséñame, Señor, tus caminos, instrúyeme en tus sendas”. (Sal 25,4).
En voz baja
Señor, que nunca dejemos de aprender de Ti, y que cada inicio sea oportunidad para crecer en amor y sabiduría.
