Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Todos los mares de la tierra son igual que tú


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Aunque dicen que no ayuda mucho a la hora de acostumbrar el oído a otras lenguas, me gusta mucho escuchar música en castellano. Tiendo a fijarme más en las letras que en los ritmos o en la melodía, aunque lo que me termina de convencer sea la combinación de todos los elementos. Esta querencia mía hace que me gusten los cantautores o algunos conjuntos como Izal.



Entre los grupos con los que más disfruto está Amaral. En su último disco hay una canción en la que el estribillo repite constantemente: “Todos los mares de la tierra son igual que tú”. En su letra expresan algo de lo que a veces no somos conscientes. Todos los seres humanos somos iguales, hayamos nacido donde hayamos nacido y sea cual sea nuestra cultura. Por más que hayamos puesto distintos nombres a los mares u océanos, la masa del agua marina que puebla nuestra tierra es, en realidad, la misma. Del mismo modo, también todos los seres humanos somos esencialmente lo mismo. Las diversas corrientes marinas, la temperatura, el oleaje, la fauna que los habitan, las distintas mareas, la bravura o la mansedumbre… son matices que caracterizan a unos y otros mares, pero no dejan de ser una misma masa de agua.

Jóvenes en un festival de música en Hungría/EFE

Esta gran verdad que canta Amaral también la expresa la Escritura aunque “en seco”. En vez de utilizar la imagen del mar, la Biblia afirma que el ser humano está hecho de polvo de la tierra. Puede parecer que somos distintos, que la lengua, el color, las costumbres o la religión abren abismos que nos separan. Pero, más allá de las apariencias, todos estamos hechos del mismo barro. Entendiéndonos así resulta aún más absurdo levantar muros que nos separen o dejarnos llevar por las sospechas que nos despierta todo lo diferente. Los mares, como las personas, están unidos en lo esencial.