En Chile, como en muchos países del mundo, las cifras de suicidio adolescente, joven y de las personas mayores aumentan silenciosamente. Detrás de cada número hay un corazón que no pudo sostener el peso de la vida y familias enteras que quedan rotas, buscando sentido. En medio de esta realidad tan callada como desgarradora, en los últimos días me tocó vivir de cerca dos intentos: una niña de 15 años y una mujer de 28 que quisieron poner fin a su existencia lanzándose al vacío.
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No soy psiquiatra, ni pretendo explicar la compleja maraña de sentimientos, pensamientos e historias que pueden conducir a una decisión así. Pero soy madre, y no pude evitar ponerme en los zapatos de sus padres… y en el corazón de Dios.
Empeño divino
Nadie como el Señor ha puesto tanto empeño y amor en pensarnos, crearnos y cuidarnos. Somos, desde la concepción, seres profundamente frágiles; basta un virus invisible para recordarlo. Sin embargo, nuestro Creador no solo nos “amasó y modeló” en el origen, sino que continúa acompañándonos en cada milésima de segundo, ofreciéndonos infinitas muestras de su amor incondicional. Cada despertar es una cascada de regalos: salud, oportunidades, aprendizajes, vínculos, mensajes, lugares, intuiciones, señales. Basta mirar hacia atrás para descubrir cuántas veces “nos salvamos” de un accidente, una enfermedad o una pérdida. No fue azar: fue su mano amorosa conduciendo nuestra historia de salvación.
Por eso, cuando alguien decide acabar con su vida, el dolor de Dios debe ser insondable. Es un dolor multiplicado al infinito: siente la impotencia, la ternura frustrada, el desgarro de no haberse hecho lo suficientemente visible. No hay medida para ese sufrimiento divino. Tal vez sea más hondo aún que el causado por la maldad, la enfermedad o la guerra. Dios nos creó para amarnos y ser amados; cuando ese lazo se corta, su corazón llora desconsolado y hace todo lo posible para que la vida vuelva a abrirse camino.
Sobrevivieron milagrosamente
Ambas jóvenes de las que hablo sobrevivieron milagrosamente. Estoy convencida de que Dios puso todos los medios a su alcance para ello: médicos, rescatistas, oraciones, manos que sostuvieron. Los suicidas (y quienes lo intentan) no son condenados, sino abrazados con predilección. A mayor sufrimiento, mayor amor. Así late el corazón divino: incapaz de juzgar, generoso hasta el extremo con los que no se aman a sí mismos.
Pero Dios necesita de nosotros para esta misión. Necesita ojos atentos al sufrimiento ajeno, oídos dispuestos a escuchar, corazones empáticos capaces de acompañar y esperar, cuerpos fuertes para sostener los procesos de sanación. Necesita seres humanos buenos, disponibles para encarnar su rostro entre nosotros.
Cuando una vida se apaga en su intento de huir del dolor, Dios enciende mil luces para recordarnos que seguimos siendo su esperanza.
Si quieres saber más de esto, te invito al programa online ‘Vivir por lo Importante’, de la Fundación Vínculo, donde, en tres sesiones, profundizaremos en “Enchúfate”: una llamada a reconocer los recursos personales y comunitarios que nos recargan para vivir con mayor plenitud, paz y gratitud. Porque, cuando amamos en plenitud, nos convertimos (como enseñó el Señor) en verdadera energía vital para los demás. Más información en: [email protected]

