La subsidiariedad es uno de los principios de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI). Su concreción se dio en la encíclica ‘Quadragesimo anno’, en un momento en el que los totalitarismos de ambos lados se cernían sobre Europa y en el que la Iglesia se puso de una manera firme del lado de la sociedad civil.
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La subsidiariedad significa que aquello que pueden hacer las entidades inferiores no tiene porque ser absorbido por las superiores. Esto es, que si la sociedad civil puede organizar un grupo juvenil, un club de fútbol, una asociación de ayuda a los desfavorecidos, etc. con unos fines lícitos y positivos para todos, estas no tienen por qué ser asumidas por el Estado. La iniciativa civil debe ser apoyada y reforzada por este.
No es asumido
Esta enseñanza, que es totalmente aceptada por la Iglesia y alentada y defendida con convicción por muchos en ella, con frecuencia no es asumida con la misma vehemencia para el interior de la Iglesia. ¿Dejamos la iniciativa del pueblo de Dios para que organice sus propias acciones evangelizadoras y compartimos con él la misión evangelizadora? ¿O, por el contrario, queremos que todo esté controlado por el clero, que aparece como el responsable de las distintas comunidades?
El modelo ajustado a la subsidiariedad diría que los sacerdotes y consagrados de las distintas comunidades están ahí para apoyar, animar, respaldar, coordinar y reforzar las actuaciones que realizan quienes las componen, que son esencialmente los laicos. La subsidiariedad clama por una misión en común, en la que todo el pueblo de Dios comparte ese afán misionero y de anuncio de la buena noticia. Lo que pueden hacer los laicos organizados en grupos de catequesis, de jóvenes, matrimoniales o de parejas, de revisión de vida, de oración, de acción social en cofradías, asociaciones laicales, fundaciones, etc. no debe absorberse por los hermanos consagrados ni ser controlado de manera directa por ellos.
Control absoluto
Sin embargo, con demasiada frecuencia nos encontramos con responsables consagrados que pretenden controlarlo todo y que minan la autonomía de sus laicos y sus grupos de la comunidad. Saltándose este principio de la DSI, pretenden que todo pase por ellos, ser ellos los que decidan cuál es el camino que tiene que seguir cada grupo, ser quienes dirijan de una manera muy interventora cada paso de cada grupo de la comunidad.
Esta manera de actuar no acepta la diversidad en el seno de la comunidad y busca un grupo homogéneo a imagen y semejanza del consagrado de turno. Esto hace que la riqueza de una comunidad viva, diversa y con iniciativas se pierda y se reduzca mucho la capacidad de anunciar el evangelio a distintos grupos y personas.
La subsidiariedad garantiza esa riqueza en el seno de la comunidad, la diversidad de llamadas, de sensibilidades, de actuaciones coordinadas para anunciar una buena nueva que dice, entre otras cosas, que todos somos iguales y que la heterogeneidad es buena para todos.

