La carretera discurría a 1.300 metros de altitud entre sinuosas curvas por un hermoso paisaje de bosques. Los pinos salpicados de gruesos enebros y antiguas sabinas cubrían las pendientes de las montañas que bajaban hasta el río. Allí los chopos, como saetas hacia lo alto, comenzaban a dorarse rompiendo y poniendo luz a tantas gamas de verde. A veces, la carretera se hendía en la roca viva revestida de un velo de alambres para evitar que se desmoronase. Al lado de la carretera un manzano silvestre cargado de frutos rojos iluminados por el sol me llamó la atención, no me extrañaba que hubiera dejado a mi izquierda un cartel que señalaba una población llamada Paraíso. Os aseguro que, en aquel entorno de tanta belleza, de una naturaleza desbordante, la oración ascendiera sin necesidad de ningún esfuerzo, del mismo modo que también nos ocurre ante la miseria y la calamidad.
Caminaba, una vez pasado Manzanera, por Torrijas a Arcos de las Salinas, a celebrar una romería que se había perdido ya desde hace casi cincuenta años, y unos jóvenes adultos habían querido revivirla. Es una maravilla ver con que ánimo y devoción se juntaron en aquella ermita de principios del siglo dieciocho, para revivir la fe en torno a la Eucaristía. No me podía perder aquello. Una celebración a la luz de las velas, con la iglesia llena de rendijas, y aún antiguos exvotos de cera colgando de las paredes. Habían traído hasta su casa a la virgen que la resguardaban en la iglesia parroquial del pueblo, protegida del posible derrumbe de la ermita, que nunca llegó.
Sentí la devoción en la mirada de aquel centenar de personas. Mis padres se casaron aquí hace 72 años, me dijo una señora. El último exvoto, un pie de cera, databa del año 1940. Al lado, las Reales Salinas, que procedían de un pozo de aguas saladas. Algunos hablan del tiempo de los romanos, lo que si es cierto que en la edad media fue Jaime el conquistador a hacerse dueño de ellas. La sal, de donde viene la palabra salario, era la gran riqueza para poder subsistir durante el invierno conservando con ella los alimentos.
Cuando contemplé el pequeño templo con planta de cruz latina, coronado en su crucero por una cúpula, limpio y ordenado, aunque hubiera perdido las pinturas de su decoración y las paredes estuvieran ajadas, sentí ternura en mi corazón. Un lampadario antiguo, de hierro forjado, completo de velas de todos los tamaños, algunas deformadas o inclinadas por el calor, daban luz al pequeño presbiterio. ¡Qué bien se celebra en la pobreza!
No pude más que pensar que esta es una de las imágenes de nuestra iglesia. De la fe de nuestros pueblos. Del sufrimiento de tantos que ven cómo se desmorona esa columna vertebral que da sentido a nuestra historia y a nuestras alegrías y sufrimientos. Aquellas personas congregadas en torno al Cuerpo de Cristo, a la tenue luz de las velas, arropadas, en un día que amenazaba lluvia, por cuatro paredes que se niegan a desmoronarse, que cantaban y oraban manteniendo viva su fe, aunque fuera casi en la intemperie, y aquellos jóvenes en transición a la vida adulta, y algunos niños con los ojos bien abiertos, me dieron un aliento de esperanza. ¡Vosotros sois la sal de la tierra! ¡Ánimo y adelante!