Responsabilidad y libertad


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Jesús comparaba el Reino de los Cielos a “diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas” (Mt 25,1-13). El ecónomo no deja de ser una persona que, ante las necesidades de una comunidad religiosa, mantiene la alcuza de tal manera disponible que pueda responder a tales eventualidades, sin poner en riesgo la misión.



Llamamos a esto tener responsabilidad. En el imaginario colectivo, esta palabra se resume como responder respecto de nuestras acciones. El ecónomo responde ante las eventualidades como quien responde a una pregunta en un examen, pero también responde de los errores, como quien se mantiene inseparable de su respuesta cuando esta es evaluada. Por eso, solemos pensar en la responsabilidad de manera negativa, como una carga antes de que las cosas pasen, y como un castigo cuando no salen como debieran.

La responsabilidad no tenía, en su origen, este significado estrictamente negativo: uno no solamente es responsable cuando ha cometido una falta, sino que lo es las veinticuatro horas del día, porque la responsabilidad no tiene su centro gravitatorio en la persona, sino en lo que esa persona debe a los demás. Esto nos enseña que la responsabilidad emana de un estado de cosas objetivo, en nuestros deberes y obligaciones, y no en nuestros deseos o ganas de hacer las cosas bien.

Bien verdadero

Por tanto, no constituye una virtud concreta, sino que está presente en todas ellas. Es un ejercicio de libre permanencia en el bien, en la armonía, en el respeto al orden de las cosas; de libre cumplimiento de nuestro rol en la comunidad. Por eso, para entender la responsabilidad conviene profundizar en qué es la libertad, y lo importante que es tenerla bien definida a la hora de plantear nuestra libertad en el mercado y de optar por distintas vías de inversión.

Santo Tomás no concebía la libertad como un término absoluto, o como una sustancia. Por el contrario, la definía en relación a, predicada respecto de, los actos humanos. Y los actos humanos no son neutros, sino que son moralmente evaluables. Como explica León XIII en ‘Libertas Praestantissimum’, los actos humanos se definen por ser decisiones de la voluntad conforme a una verdad que la razón ha señalado. Actuar libremente es actuar conforme a un bien verdadero. Actuar contra la razón, y por tanto contra el bien, no es libertad sino esclavitud.

Así, libertad no es la capacidad de elegir, a secas; sino la capacidad de elegir los medios aptos a un fin determinado y bueno. No es la facultad que tenemos de elegir el bien o el mal; sino la capacidad de elegir los bienes y rechazar los males. Por eso, decimos que la libertad es el fundamento del orden: porque el hombre, identificando a Dios como su fin, puede moverse libremente hacia Él, y a ese movimiento lo llamamos orden, armonía, bien. A lo contrario no lo llamamos libertad, sino caos, pecado, muerte. ¿Qué será la responsabilidad sino la participación de cada uno en ese orden, manteniéndolo, protegiéndolo, asegurándolo, y restaurándolo cuando lo quebramos?

La actuación del ecónomo no puede entenderse como ajena a este orden. El mundo de los bienes materiales no es ajeno a todo esto, ni puede decirse que en lo moral entendemos la libertad como tendencia al bien, y en lo económico como “hacer lo que nos da la gana”. Igual que en el orden de la libertad moral no todo lo que puede hacerse debe hacerse, así tampoco en el de la libertad económica. En la inversión financiera y la gestión, como en la parábola, también hay que tener alcuzas llenas y la finalidad de las lámparas clara: están allí para esperar al Señor, no para gastar aceite en vano; para gestionar responsablemente conforme a la misión, no idolatrando la mera rentabilidad.

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