¿Qué significa realmente la Navidad?


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Aunque la Navidad ya esté lejos, quizá sea un buen momento para una reflexión a propósito de esa fiesta tan importante del cristianismo. La ocasión me la ha proporcionado un interesante libro sobre la sociedad romana: ‘La antigua Roma por cinco denarios al día’. Dice su autor –Philip Matyszak–, hablando de las fiestas del mes de diciembre: “El mes […] culmina con la Saturnalia, que arranca con un enorme banquete público en el Foro al que todo el mundo está invitado. Las tiendas se cierran, se intercambian regalos […] Las ropas formales son sustituidas por atavíos festivos […] y durante un día los amos servirán a los esclavos”.



Por otra parte, el maestro Casiano Floristán ya dejó escrito hace veinte años en ‘El año litúrgico como itinerario pastoral’: “Las fiestas saturnales romanas en honor de Saturno, dios agrícola del Lazio, se celebraban del 17 al 23 de diciembre […] La Navidad apareció, pues, hacia el 330 como cristianización de la fiesta pagana del nacimiento del Sol invencible (‘Dies natalis solis invicti’)”.

Estos dos pasajes permiten fijar la atención en los dos rasgos básicos que, a mi juicio, configuran la Navidad. Por una parte, la identificación de Cristo con el “Sol invencible” romano, que también es el “sol de justicia” (Mal 4,2), el “astro que nace de lo alto” (Lc 1,78), la “luz para alumbrar a las naciones” (Lc 2,32) o la “luz del mundo” (Jn 8,12) de la Biblia.

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Pero, por otro lado, de la Navidad también se suele subrayar –con razón– la fragilidad de un niño recién nacido, encarnación del Hijo de Dios. Lo que ocurre es que las palabras y las imágenes acaban por desgastarse. Quizá por eso viene muy bien leer eso de que, en la Saturnalia, “durante un día los amos servirán a los esclavos”. Probablemente, los cristianos de Roma nunca tematizaron de esa forma la encarnación del Hijo de Dios –no solo el “cumpleaños” de Jesús– que se celebra en Navidad. Pero es eso, en último término, lo que está detrás del famoso himno de Filipenses: “Cristo, a pesar de su condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Flp 2,6-8).

Porque la encarnación no es otra cosa que el amo sirviendo a los esclavos.