¿Por qué se celebra en septiembre el mes de la Biblia?


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Según parece, el motivo por el que, en el mundo católico, septiembre es el “mes de la Biblia” es que el día 30 de ese mes se hace memoria de san Jerónimo, un destacado Padre de la Iglesia del siglo IV-V muy ligado a la Escritura: a él se debe la versión bíblica que estuvo en vigor en la Iglesia latina durante siglos, la conocida como ‘Vulgata’.

El nombre se refiere a la traducción al latín corriente (‘vulgata editio’) del texto bíblico griego y hebreo que llevó a cabo Jerónimo a petición del papa san Dámaso. Con buen criterio, el papa advirtió que la gente ya no tenía acceso al texto bíblico, fundamentalmente la Biblia de los Setenta –la traducción griega de la Biblia hebrea (Antiguo Testamento) y el Nuevo Testamento, originalmente compuesto en griego–, y que, por tanto, se necesitaba trasladarlo a la lengua hablada mayoritariamente: el latín.

San Jerónimo en la cueva de Belén

San Jerónimo en la cueva de Belén

Precisamente, para subrayar la importancia de la Biblia para un cristiano, también se ha hecho célebre una expresión del mismo Jerónimo: “Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” (‘Prólogo al Comentario a Isaías’).

Lo que habría que plantearse es si procede celebrar un “mes de la Biblia” o si, más bien, habría que tender a considerar la Biblia como el libro de todos los meses, de toda la vida. Porque la Biblia es el libro que recoge la experiencia de nuestros antepasados en la fe. Una fe que incluye alabanzas y súplicas, peticiones y lamentos, himnos y hasta blasfemias (que se lo digan, si no, a Job).

Pero la Biblia no es, sin más, un libro de recetas de cocina, en el sentido de que en él encontraremos la fórmula que necesitamos en cada momento (algunas ediciones bíblicas traen al final un apéndice donde se señalan algunos textos adecuados para leer en determinados momentos o situaciones vitales: alegría, miedo, desesperanza, turbación…).

La Biblia es la palabra capaz de iluminar mi existencia, porque en ella se encuentra plasmada la experiencia de vida –con Dios, con los hombres, con la naturaleza y consigo mismos– de los creyentes que nos han precedido. Lo único que hace falta es que nosotros sepamos hacer nuestra esa experiencia.