En este y las próximas entradas de este blog voy a incidir en algo que tiene mucha relación con lo que está sucediendo en nuestra sociedad y también en el interior de la Iglesia. Tiene que ver con una cierta confusión entre dos ideas, para mí, centrales a la hora de entender cómo nos posicionamos en nuestra sociedad: la identidad y el carisma.
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La identidad es definida por el diccionario de la RAE como “Conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás” y “Conciencia que una persona o colectividad tiene de ser ella misma y distinta a las demás”. Es decir, la identidad nos identifica como diferentes a los otros, porque hace hincapié, especialmente, en aquello que nos separa de los otros, en aquello que nos hace distintos.
Por ello, las llamadas “políticas de identidad o identitarias” pretenden formar alianzas con aquellos que comparten una cualidad determinada para promover y defender los intereses de todos aquellos que se identifican con ella. Se trata de diferenciarme de los otros por uno de los rasgos que me definen, para juntarme con quienes también se identifican con él, y buscar intereses comunes que se contraponen a los de quienes no comparten esa característica con la que me identifico.
Esta manera de entender la existencia, tan habitual en nuestra sociedad actual, tiene tres características que, a mi entender, crean tensión social innecesaria y, en lugar de solucionar problemas, los generan. La primera es que simplifican la existencia de las personas. Los seres humanos somos complejos, tenemos diferentes peculiaridades que nos caracterizan, la suma de las cuales resulta en nuestra propia personalidad. Somos seres heterogéneos y, como tales, el resultado de muy diversos atributos que se entremezclan en nosotros.
Retrato robot
Por ello, centrarse en uno solo de ellos es empobrecernos, es intentar simplificar algo, que no lo es por naturaleza. Podemos compartir una característica con los otros, pero no podemos compartirlas todas. Centrarnos solamente en una hace que, con frecuencia, generalicemos y busquemos cómo debe ser quien tiene esa identidad. Tendemos a establecer un “retrato robot”, un perfil ideal de quien tiene esa identidad para parecernos a él. Aquellos que se ajustan a esa manera de ser son quienes viven realmente en esa identidad. Quienes no lo cumplen no pueden identificarse con quienes están en el grupo.
El tercer gran problema de las políticas de identidad, a mi modo de ver, es que nos diferencia y alejan de quienes no tienen mi identidad y esto, además, hace que nos creamos por encima de los otros. La diferencia nunca suele ser neutral, sino que sirve para reafirmarme en que mi identidad es superior a la de aquellos que no la tienen. Me confronta al otro y me enaltece ante quien tiene otra identidad.