He de confesar que nunca me ha entusiasmado denominar padre a los sacerdotes. Supongo que es porque, cuando era niño, tuve contacto con sacerdotes preconciliares (muy mayores para mí entonces) y otros totalmente alineados con el Vaticano II (más jóvenes en general). El contraste con los primeros, embutidos en sus negras sotanas, protegiendo su tonsura con el bonete, con frecuencia malhumorados con un mundo cambiante que no entendían y exigiendo siempre un trato de respeto ante lo sagrado que ellos representaban, no podía ser más grande.
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La nueva hornada de sacerdotes te hablaban de tú a tú, convivían contigo, tocaban la guitarra y tenían un trato afable en el que los sentías como alguien más que se ponía a tu disposición y que intentaba ayudarte y ayudar a los otros. Era una relación de cercanía en la que sentías verdaderamente su hermano.
Como hermanos e hijos
A ninguno de estos sacerdotes conciliares se les ocurría pedirte que les tratases como padres. Al contrario, nos veían como hermanos en la fe e hijos de Dios, como iguales. Podían ser nuestros amigos y siempre intentaban convivir con nosotros en plano de igualdad. De ahí viene mi aprensión a llamar padre a un consagrado. Va en contra de lo que me enseñaron y de la experiencia de fe que viví en aquellos años, que fueron los que la conformaron.
No obstante, estoy cambiando de opinión, llevado por la experiencia eclesial con la que me encuentro día a día. Hablar del consagrado como padre me remite a la actitud paternal y maternal que tenemos quienes convivimos con hijos salidos de nuestras entrañas. Porque un padre o una madre intenta potenciar a sus hijos, dejarles que se equivoquen, orientarlos (en especial cuando son niños). Amarlos de corazón no es dirigir sus vidas, sino acogerlos; quererlos tal como son, sin necesidad de que tengan que hacer nada especial para recibir ese cariño, es aceptarlos tal como son.
Transparentan el amor
Y digo esto porque sueño con que aumente el número de consagrados que se comportan así, que transparentan ese amor de Dios que es tan generoso que no interviene en nuestras vida (aun a riesgo de que pequemos), que apoyan a sus feligreses dejándoles hacer, que no intentan separar el trigo de la cizaña, que confían más en Dios que en sus propios criterios o fuerzas.
Sin embargo, con más frecuencia de la deseada, me encuentro con consagrados y sacerdotes directivos. Se trata de religiosos que tienen su proyecto, que quieren llevarlo adelante y que, para ello, utilizan a las personas de su parroquia como instrumento para alcanzar sus propios fines.
Los laicos suponen para ellos trabajadores que deben seguir sus indicaciones para llegar a su meta. Por ello prefiero religiosos y presbíteros que se comporten como buenos padres, como nuestro padre del cielo. No creo que su labor sea la de trabajar como directivos. Estos ya los tenemos en las empresas y ellos no trabajan como nuestro Padre, que quiere a todos sin distinción, sino que crean sus propios equipos para lograr sus metas.

