Todo lo que se había dado por supuesto está amenazado de demolición por la Alianza de la Edad dorada, los regímenes autoritarios que, como la Administración Trump, la Rusia de Putin o la China de Jinping, nos quieren convencer de que se está viviendo una nueva edad dorada en la que a los patriotas les va mejor que nunca y que la gente quiere un dictador –Trump declaró el 25 de agosto de 2025 en la Casa Blanca que “mucha gente dice que quizá queremos tener un dictador”–.
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La solución a la amenaza autoritaria que quiere derribar las democracias liberales no está en aumentar las rentas, transferir recursos ni incrementar los bienes materiales y servicios que recibe la población. El problema es más profundo y tiene carácter político-cultural, aunque su origen es la enorme y creciente polarización que sufre nuestro mundo, la inseguridad sistémica de los trabajos y vidas de las personas, incluso de los hogares. La desigualdad es salvaje. Las diez personas más ricas del planeta añaden cada día 100 millones de dólares más a su patrimonio mientras la mitad de la población tiene que sobrevivir con 5,5 dólares al día.
¿Volver a empezar?
La solución no es añadir. Tampoco vale con volver a empezar, porque no estamos en el mismo punto. No comenzamos a educarnos en ecología ni aprendemos a recibir migrantes. No basta con tener la paciencia de Sísifo y empezar a empujar de nuevo la piedra cuesta arriba y hacer pedagogía ciudadana. No, la solución es mucho más profunda. Solo se va a arreglar si nuestra civilización ahonda en su principio y fundamento.
Pero, para eso, se necesita una fuerza universitaria, artística, profesional e intelectual que ha sido muy neoliberalizada. Y ahí es donde la Iglesia puede liderar la contrarrevolución humanista que urgentemente necesita el mundo.
