Jose Fernando Juan
Profesor del Colegio Amorós

¿Necesitas silencio?


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Hace cincuenta días comentaba con un amigo, ya por teléfono, la necesidad de silencio. Y lo diferente que hubiera sido todo esto sin tecnología. El aislamiento que hemos vivido ha sido, comunicativamente, relativo. De hecho, la creatividad digital se ha disparado hasta llegar a saturar. Pero todos, de una u otra manera, hemos encontrado un cierto respiro a la soledad y la rutina.



Como en todo movimiento pendular, que va y viene, que comienza con fuerza y luego se deja caer en busca de reposo, el silencio como tema vuelve a surgir. Las personas necesitamos del silencio para vivir con hondura, para no malgastar la vida. Silencio que, ciertamente, no es vacío sino diálogo en última instancia. No es que todo se pare y yo siga ahí.

Me venía recurrentemente Elías. Cuando estaba en una gruta del monte Carmelo. Antes pidió que se lo llevaran, pidió la muerte, porque él no era mejor que sus padres. Pasó el huracán, el terremoto y el fuego, pero allí no estaba Dios. Reconoció su presencia en la brisa suave, en la palabra susurrada, en el aura tenue. Suavidad, susurro, delicadeza. Proximidad afectiva, casi silente.

Al final, Dios comparece

He releído a Job, sin saberlo. Al final, Dios comparece. Lo primero es preguntar: ¿Quién es ese que oscurece la Providencia con discursos vacíos de sentido? Y Dios se deja enseñar, pide ser enseñado. Job simplemente responde con su vida, ni hace reclamo de su resistencia.

Pasé a Qohelet. Una pequeña parábola, en el capítulo noveno. Un hombre pobre y sabio salva una ciudad. Nadie se acordará después de él. Pero se suceden elogios a la sabiduría. Convendría leerlos.

Recordé a los profetas, que se las vieron en su tiempo con tiempos durísimos habitualmente. No nos hacemos una idea clara de su momento. En el primer Isaías, encontramos algo que, quizá, cuestione nuestro tiempo: “Aquel día la persona volverá su vista al Creador y sus ojos miraran al Santo de Israel; pero no volverá la vista a los altares, obra de sus manos; ni mirará a lo hecho por sus dedos…” (Is 17, 7). Luego pasé al final del principio del segundo Isaías, a uno de los textos del Siervo: “¿Quién de vosotros prestará oído a esto, atenderá y escuchará lo futuro?”. (Is 42,23) Y más el tercer libro, que en Is 64 tiene una oración honda en torno a la salud, y termina así: “¿Callarás –Dios– y nos humillarás en extremo?”.

Silencio, los que viven el silencio. ¿Dios calla? ¿Dios es silencio? ¿Necesitamos el silencio para rozarnos con hondura, para saber de la vida? ¿Cuál es nuestro silencio propio? Quizá estamos deseando un auténtico diálogo, una verdadera escucha.

Personalmente, una mujer en el Evangelio me deja una y otra vez sin palabras. Actuante y callada. Que irrumpe en una cena de hombres para generar lo inesperado y sorprendente. Movida por la necesidad de reconciliación, expuesta a las miradas de los otros. Sin decir ni una palabra, lo hace todo, reclama su deseo. Hace, hace y hace. Irrumpe, se pone detrás, llora, baña los pies de Jesús con desmesura y lágrimas, los enjuga con su pelo a modo de toalla. Y no dice nada. Y su silencio es acción, espera y parada, esperanza que sabe que no puede exigirse. Situación extrema, a merced de lo que venga. Y lo que sucede es Palabra. Se escucha un diálogo, que termina “en paz”. Y sin decir nada más, todo termina.