Hay que levantar un nuevo movimiento social que defienda la civilización de los Derechos Humanos. Pero se necesita cuidar su interioridad y fraternidad para superar las debilidades del modelo vigente de movimiento. El ascenso supremacista ha aprovechado maliciosamente las fragilidades de grandes causas mundiales como el ecologismo, el feminismo o el cosmopolitismo. Y también ha manipulado los movimientos provida, nacionalistas o familistas, que han caído en idénticos abusos.
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Demasiadas veces los movimientos intensifican sus causas usando el sensacionalismo y estigmatizan a quien no piensa igual. Se extienden el purismo y el fanatismo cuando el pensamiento no es humilde y complejo, y se cacarean argumentarios y retóricas superficiales. Se dejan patrimonializar por izquierda o por derecha, en vez de defender su transversalidad. Se minan al rechazar la diversidad ideológica, religiosa o de sensibilidades en su seno. Caen en el discursismo y la hipocresía cuando no hay una conversión de la vida práctica. El protagonismo de un movimiento social debe residir en la vida ascética y mística de su base, y resistir a cualquier hiperliderazgo o las lógicas del crudo poder.
Un movimiento de recivilización demócrata debería establecer bases vecinales con cinco pilares:
- Retiros de oración, contemplación, meditación y diálogo donde haya lugar para la belleza y la palabra;
- Grupos de transformación de los modos de vida mediante el examen de vida;
- Cafés de lectura y reflexión donde se refleje la diversidad de la sociedad;
- Equipos de compromiso y movilización que asuman acciones mensuales de concienciación y activación cívica;
- Practicar el discernimiento comunitario y la democracia sinodal.
El desafío es de tal calado que el imprescindible movimiento de recivilización solo es sostenible si tiene una interioridad extensa y dinámica que lo dote de mística y ascética.