A comienzos de junio falleció en Zaragoza nuestro amigo Miguel Bayarte, el ‘Acompañante’, uno de los espíritus más puros de nuestra generación. Casado, dos hijos, cumplidos ya los sesenta años, había ejercido su vida profesional como responsable de calidad de la empresa cárnica Gallego. Se había prejubilado para consagrar completamente su vida al acompañamiento, labor a la que había estado entregado durante décadas. Centenares de personas, grupos y la Iglesia local habían disfrutado de su don para el acompañamiento. En el tanatorio una persona me dijo que no solo él, sino mucha gente, seguían siendo cristianos gracias a las conversaciones espirituales con Miguel.
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Con Miguel Bayarte Basterrechea perdemos a una persona que en la vida cotidiana laical llevó a su máximo exponente el arte del acompañamiento. Este arte ha cumplido un papel crucial en la Iglesia de las últimas décadas para ahondar la raíz vocacional de cada cristiano y ayudar a madurar la integración entre vida y Fe. La cultura del acompañamiento ha dejado atrás los modelos de direcciones espirituales prescriptivas, modos de autoridad que no capacitaban para el discernimiento espiritual, excesos de moralismo.
El Papa Francisco reconoció su centralidad en la evangelización y está en el centro de la reforma pastoral en familia o juventud, pero también nos señaló que no solamente era un cambio interno de la Iglesia, sino que el acompañamiento debía ser más frecuente en la sociedad, las comunidades de proximidad o las familias. Todavía queda mucho por avanzar, pero hay un primer trecho del camino que ha sido recorrido y la valoración es muy positiva. Miguel Bayarte ha sido uno de los mejores ejemplos de esa conversión eclesial a la cultura del acompañamiento.
No se dedicó a ello profesionalmente, sino como una contribución del tiempo de que disponía tras sus deberes familiares y profesionales, pero lo hizo con tal profundidad, perseverancia y consagración que se convierte en uno de los mejores ejemplos de un ministerio laical del acompañamiento que se entrevera con la vida ordinaria.
Tenía dones naturales que destacaban para tal servicio: humilde y modesto, pacífico y contenido en la crítica, siempre disponible y entregado, extremadamente respetuoso, cuidadoso y con gran cariño, pendiente del detalle y siempre atento, hombre de gran libertad de espíritu, sentido de Iglesia y amor por la verdad.
La mirada buena
Su rostro, sus actitudes, su modo de hablar e incluso su forma corporal de estar trasparentaban siempre un enorme caudal de bondad y delicadeza. Miguel tenía una gran capacidad, la mirada buena: decía que una buena persona no es la que hace cosas buenas, sino aquella que es capaz de ver todo lo bueno que tienen los demás.
Su servicialidad a la Iglesia a través de esta vocación como acompañante personal, guía de grupo y de comunidad, durante tanto tiempo y con tal dedicación, nos hace reconocer en él a un auténtico diácono del acompañamiento, ministerio que nunca vivió solo, sino con su esposa Menchu, y enviado a ello por su comunidad local.
El prematuro fallecimiento de Miguel Bayarte nos hace pensar en que las numerosas experiencias de acompañamiento deben extenderse para permear toda la Iglesia y transferirse a las formas de ayudarnos mutuamente en la sociedad. Para eso es necesario más lugares de formación, y también llamar a que más personas se planteen ese precioso servicio. Nuestra comunidad eclesial debería dar también mucho mayor reconocimiento a este ministerio del acompañamiento, tan modesto y tan decisivo.
Un santo de la puerta de al lado
La figura de Miguel nos seguirá iluminando en lo que queda por hacer y suscitará nuevas vocaciones a ese servicio tan discreto como vital. Miguel Bayarte, el ‘Acompañante’, es uno de los santos de la puerta de al lado de los que hablaba el Papa Francisco, con quien estará ahora compartiendo sus experiencias sobre tal arte. Ahora nos acompaña de distinto modo, pero con su misma bondad.
Muy joven sufrió una insuficiencia renal que llevó a que fuera beneficiario de un trasplante de riñón que en aquellos años era todavía arriesgado. Eso le llevó a tomar una aguda conciencia muy temprana sobre el valor de la vida y una mirada lúcida sobre lo esencial. Sentía que Dios le había regalado muchos años de vida y él no quiso quedárselos para sí, sino regalárselos a todos los demás. Descasa en paz, Miguel, y no dejes que descansemos de hacer el bien como tú nos lo hiciste a todos.