Jose Fernando Juan
Profesor del Colegio Amorós

Llorar en tiempos del coronavirus


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La situación es desesperante y cruel. Muchos lo viven y lo saben. Algunos lo saben, aunque todavía no lo viven (en primera carne, veremos qué queda al final, cuando puedan abrazar de corazón). Más cruel con débiles y muy desesperante con los cercanos, sin auxilio posible. Hablar en otros términos es falta de sensibilidad.



Muchas personas ya están sufriendo un mal inesperado en condiciones terribles. El impacto provoca lágrimas y sin sentido. Nunca el dolor ha sido ajeno al mundo. Podríamos hacer un minucioso repaso y preguntarnos: ¿Qué es esto de vivir?

Ya se anunciaba que la soledad era un vacío del siglo XXI, pero miramos hacia otro lado. Familias que no pueden ni acompañar a sus mayores, maridos, mujeres, padres o madres, incluso hijos de una u otra generación al margen; y no digamos amigos, que lo viven con impositiva distancia. Reclusión impuesta, que es soledad al extremo. Y silencio del drama.

Se aplaude lo solidario. Lo que en general consuela. Las llamadas buenas noticias consoladoras. No son para menos. Se pide esperanza a los medios. Sin profundizar en la tragedia, en el dolor, huyendo nuevamente del mal. “No sabemos lo que queremos, pero sabemos bien lo que no queremos”.

¿Dónde debemos estar?

¿No debemos ahondar más en la desesperación de lo que estamos haciendo? ¿Dolerse con tanto dolor, sin mirar hacia otro lado? Llorar, sí. Llorar al pensar; llorar al saber; llorar porque toca de cerca; llorar porque toca de lejos, y lo que queda por venir; llorar por el amigo, por el hermano, por la familia y la amistad, y llorar por el prójimo que no hemos conocido y que hoy está ahí, esperando la Resurrección. Llorar por no saber, por no estar donde debemos estar. (¿Dónde debemos estar?). Llorar por quienes han dado todo y ahora están amenazados.

Le decía a un amigo por teléfono estos días: ¿Imaginas que el virus se hubiera cebado con los más pequeños? ¿Cabe aún más desesperación? ¿Este mundo es tan cruel? Mi respuesta inmediata: ni lo dudes.

En algo, de las cosas de raíz, he estado siempre distante de mi maestro. Él dice: “No conviene decir a los jóvenes que el mundo es una batalla campal”. Por aquello de no desesperarles demasiado pronto. Pero siempre he pensado lo contrario, y en este instante conviene decirlo muy algo: “Si algo es la vida, es una lucha, una batalla, una guerra”. ¡Hay que decirlo, y fuerte!

La esperanza no es el alivio de la posición social, del acomodamiento en lo que tengo y valgo. La esperanza solo reside en que alguien sea capaz de conocerme, reconocerme en lo íntimo, aunque todo se vaya al traste y se desmorone, aunque todo se muera a mi alrededor y yo con ello. Esta esperanza solo la comprende quien ha mirado a los ojos a quien muere. Mujeres al pie de la Cruz. Esto es esperanza, mientras todo lo demás no es sinónimo.

Llorar como hemos llorado por quienes más sufren: los hambrientos, los que no tienen hogar en el que recluirse, los que no tienen medicación (los de aquí y los de allá, los que llevan “muriendo” décadas), los pobres por ignorante que se toman esto a la ligera y tantas otras cosas (mi párroco sigue con las puertas de la iglesia abierta y yo recuerdo una mujer en África que, en plena charla sobre la tuberculosis le dio el chupete de un hijo a su otro hijo…)

Si algo entiendo del Evangelio hoy es llorar. Llorar por el amigo perdido, por la familia que sufre, por la incertidumbre que hay. Por quienes vendrán sin saber quiénes serán. Por la familia. Por el olvido de mí mismo.

Lloro, de corazón, por quienes se preguntan por la esperanza, por quienes preguntan por Dios. Lo hago siempre en privado, en lo íntimo. Lloro con lágrimas en los ojos que desearía controlar por quienes no conozco. Me imagino sus lugares. Nada más terrible que la soledad.

Lloro porque soy parte de tu humanidad, soy como tú, nos sabemos más que tú y que yo.