Hace unos días tuve la oportunidad de participar en la Asamblea de la Vida Consagrada en Monterrey. Representantes de setenta congregaciones religiosas asistieron para escucharse, discernir y renovar juntos el deseo de seguir a Cristo en este cambio de época. Allí vi rostros encendidos, escuché preocupaciones, pero también sueños, pudiendo confirmar algo que ya intuía: la vida consagrada sigue siendo un signo de esperanza.
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Este año jubilar 2025 es para la vida consagrada, un tiempo de gracia. No es solo un calendario de celebraciones, sino un camino de conversión y de esperanza. En el capítulo que escribí para el libro ‘Llamados a la esperanza’, compilado por Germán Sanchez Griese y editado por publicaciones claretianas, decía que el Jubileo puede ser ocasión para que la vida consagrada se reconcilie con sus límites y redescubra la belleza de su vocación. No se trata de ignorar las dificultades, sino de mirar todo esto con ojos nuevos: los ojos de la fe que sabe que Dios sigue conduciendo la historia.
Vivimos un cambio de época que nos cuestiona a todos y en el que la vida consagrada no está exenta: sus lenguajes, sus obras y hasta sus formas de presencia están llamadas a renovarse. Pero esta renovación no significa perder identidad, sino volver al corazón de cada carisma. Lo que necesitamos no son ‘reciclajes’ superficiales, sino fidelidad creativa: permanecer en lo esencial del Evangelio y del carisma fundacional, dejándose mover por el Espíritu para responder a los clamores de hoy.
En la asamblea escuché cómo congregaciones de vida activa y de vida contemplativa comparten la misma pregunta: ¿cómo ser significativos en este tiempo? Y descubrí que la respuesta no está en grandes planes, sino en gestos sencillos de fraternidad, en comunidades que se vuelven hogar, en religiosos y religiosas que saben acompañar, escuchar, orar y servir desde lo pequeño.
El Sínodo nos ha recordado que la Iglesia es comunión y camino compartido. La vida consagrada puede y debe ser testimonio de esta sinodalidad. En sus comunidades se aprende a discernir juntos, a valorar la diversidad, a decidir en obediencia y corresponsabilidad. El Jubileo y el Sínodo se cruzan aquí en una invitación concreta: ser comunidades que no viven para sí mismas, sino que se ponen en camino con el Pueblo de Dios.
La vida consagrada, cuando es fiel a su vocación, nos enseña que la Iglesia no crece por imposición, sino por testimonio. Y que el testimonio más fuerte no son los discursos ni las estadísticas, sino la fraternidad vivida.
En Monterrey, al ver a tantos religiosos y religiosas compartir sus búsquedas, sentí que el Espíritu sigue suscitando vida. La vida consagrada no es un resto nostálgico de otros tiempos, sino una semilla que puede germinar en esta tierra nueva que nos toca habitar. Y lo hará si se mantiene fiel a su misión: ser memoria profética, signo de fraternidad y presencia en las periferias humanas y existenciales.
El Jubileo de 2025 nos pone de frente a esta llamada: renovar la esperanza. Y la vida consagrada, con su fragilidad y su belleza, puede ser ese recordatorio vivo de que Dios no abandona a su pueblo, que la historia está en sus manos y que el amor es más fuerte que la rutina o el cansancio.
Lo que vi esta semana
La mirada de una religiosa que, al terminar la Asamblea, me dijo: “Mientras respiremos, seguiremos siendo esperanza para alguien“.
La palabra que me sostiene
“Sabemos que todo contribuye al bien de quienes aman a Dios, es decir, de los que él ha llamado según su designio”. (Romanos 8,28).
En voz baja
Señor, que la vida consagrada siga siendo faro de esperanza en medio de un mundo cansado. Haz de sus comunidades hogares de fraternidad y profecía para toda la Iglesia.
