Jesús Manuel Ramos
Coordinador de la Dimensión Familia de la Conferencia Episcopal Mexicana

La singular tarea de educar


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Hace poco más de tres meses, mi esposa y yo, tuvimos la oportunidad de visitar la ciudad de las Vegas, Nevada. Como muchos turistas, nuestra visita fue dedicada a conocer la gran cantidad de atracciones, centros comerciales y eventos con los que cuentan los magníficos hoteles, y a ello dedicamos muchas horas de caminata en cada jornada.  Me he quedado sorprendido al observar a muchos niños caminando entre las máquinas de apuestas junto con sus padres, o bien, jugando en máquinas diseñadas especialmente para ellos, orientadas precisamente en arriesgar dinero a cambio de un premio. Esto me hizo reflexionar respecto a la edad en que podemos exponer a nuestros hijos a las diversas realidades de la vida y del mundo.

Posteriormente, a nuestro regreso en México, asistimos a una sala de cine para ver una película muy comentada por esos días, pero por su fuerte contenido, recomendada para mayores de 15 años. Y allí también, pude observar a personas llevando a niños pequeños a la proyección de una película con alta carga de violencia y drama. 

Padres seguros de los valores inculcados a los hijos

En la exhortación apostólica Amoris Laetitia, el papa Francisco nos recuerda que los hijos no son una propiedad de la familia, sino que tienen por delante su propio camino de vida, y sin embargo, la familia no puede renunciar a ser lugar de sostén, de acompañamiento, de guía, aunque deba reinventar sus métodos y encontrar nuevos recursos. La familia necesita plantearse a qué quiere exponer a sus hijos. El Papa, también nos hace preguntas inquietantes: ¿Intentamos comprender “dónde” están los hijos realmente en su camino? ¿Dónde está realmente su alma, lo sabemos? Y, sobre todo, ¿queremos saberlo?

Queda muy claro el hecho de que no es posible aislar a nuestros hijos de las realidades que los rodean, no es posible esconderlos dentro de casa para evitar que sean avasallados por el ambiente en que se desenvuelve la familia. Ciertamente, es necesario que poco a poco, el niño, el adolescente y luego el joven, se adentre en las realidades cotidianas. Para ello, los padres deberíamos sentirnos seguros de los valores que les inculcamos, antes de exponerlos a ese tipo de experiencias y ambientes. A veces solo damos órdenes, y caemos en la trampa de creer que la obediencia ya es prueba de que los valores han sido asimilados; pero obedecer no significa necesariamente entender, así como ordenar no significa educar.

¡Qué tarea tan compleja y delicada! Cada hijo es una persona completamente distinta a cualquier otra. Cada uno tiene diferentes modos de pensar y de reaccionar; cada uno tiene sus propias opiniones, sus gustos particulares y especiales anhelos. ¿Cómo encontrar el equilibrio entre la disciplina y la armonía? ¿Cómo aceptar sus sueños y dejar a un lado lo que nosotros soñamos para ellos? ¿Cómo prepararlos para afrontar mejor el mundo que les estamos heredando?

Cabe entonces reconocer que quienes estamos aún a cargo de nuestros hijos o que aún podemos influir en ellos, debemos trabajar en reforzar nuestros valores y testimonios personales. Aprendamos a definir con amorosa determinación las reglas y los límites que deberán respetar nuestros hijos. Y sobre todo, tomemos nota de que en los procesos de educación, como en toda relación de amor, se necesita una mirada atenta y amable, empatía, paciencia, cercanía y un verdadero involucramiento.

No son pocos los casos en que nuestros hijos se dirigen por un camino muy distinto al que esperábamos; que van por una ruta que nos inquieta o nos atemoriza, que caen en algunas trampas o que toman decisiones que nos parecen equivocadas. ¿Qué actitud debemos asumir en esas circunstancias? Me gusta imaginar que no nos rendimos y que podamos ser firmes en nuestra fe, acompañándolos con misericordia y cuidado, dándoles testimonio y esperanza, como la luz del faro de un puerto que pueda iluminarles a la distancia, cuando han perdido el rumbo o se encuentran en medio de la tempestad.  Que algún día nos recuerden y utilicen lo que les mostramos y ofrecimos, para recuperar el camino hacia su plenitud verdadera. 

En resumen, hagamos que nuestros hijos puedan decir, a partir de lo vivido en nuestras familias: “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene”.