El fundamentalismo siempre es superficial y, pese a sus aspavientos de severidad y radicalidad, es frívolo. Especialmente, el fundamentalismo religioso. Es fácil liarse la manta a la cabeza y ser catastrofista: pensar que todo va mal o que todo va bien hace sentirse superior, crea la sensación de ideas claras. Adoptar el tono de cruzada produce un simulacro de pureza, claridad, incluso fervor (más mítico que místico). Pareciera que adoptar actitudes y comportamientos tajantes, rigoristas y absolutos fuera un signo de radicalidad, coraje, fuerza intelectual y compromiso. Todo lo contrario.
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Además, todos los procesos de polarización y autodestrucción social se caracterizan por la ridiculización de quien mantiene posturas moderadas, es respetuoso hasta el extremo con el otro, busca transversalidades, trabaja ignacianamente por salvar la proposición del prójimo, pone a las personas por encima de las ideas, intenta generar un centro transformador al que se unan las mayorías. El integrismo los descalifica llamándoles cobarditos, moderaditos, buenistas… Porque el fundamentalismo sabe que crece con el radicalismo opuesto, pero pierde fuerza si la gente abraza la tolerancia, la primacía de la paz sobre la hostilidad, la defensa de la fraternidad por encima de otro propósito, el cambio lento que solo logra el amor ciudadano.
Comensalidad fraterna
Cuando hay reproches, miedos y diferencias importantes, lo verdaderamente radical es la tolerancia. Lo vivimos en nuestros propios ambientes familiares, amicales o laborales. Lo verdaderamente valiente, difícil y profundo es mantenerse sentado en la mesa con el otro, la escucha profunda, mirarnos a nosotros mismos en su espejo, comprender cómo, a veces, nuestras mejores intenciones parecen lo contrario, la transigencia y comprensión, la mansedumbre, el amor pese a todo, la liberalidad. Es decir, el espíritu eucarístico, la comensalidad fraterna.
Como dice el papa León XIV, frente a la polarización, es la hora del amor.
