La novela de una esclava


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Debe haber sido verdaderamente duro escribir esta novela, porque se trata de una novela, no de una hagiografía, aunque la protagonista sea una santa. Y de una novela bellísima. Y es casi demasiado duro leerla, porque la autora ha sabido entrar en la mente y la experiencia de la niña esclava africana, tan bien como para escribir un libro que ha escalado todas las listas en Francia, ganando el premio Fnac (Véronique Olmi, ‘Bakhita’, París, Albin Michel, 2018). Es duro sobre todo porque, mientras lo leemos, sabemos que no se trata solamente de “cosas del siglo XIX”, sino de una realidad terrible, verdadera aún hoy, que se mezcla y entreteje con nuestra vida de civiles occidentales o incluso cristianos.

No se trata solo de una narración de hechos de por sí sobrecogedores, sino del efecto de estos en la mente, en el cuerpo y en el corazón de la niña de siete años que es raptada y del shock de repente no recuerda nunca más su nombre, ni el de su tribu o sus padres. Permanecerán fragmentos de memoria, más ligados a espacios de paz y protección, sobre los que acecha siempre el peligro de los raptores, que a personas concretas. Recuerdos de cuerpos, de su madre y de su gemela, de canciones y abrazos.

La niña sin nombre pierde también su lenguaje, no encontrará jamás  nadie que hable su dialecto y durante toda su vida se expresará con dificultad, con una mezcla de distintas lenguas. Pero entiende en lo profundo de sí misma el dolor, la pérdida, la exclusión que ella vivió cuando los siente en los demás. Es solo gracias al hecho de haber conocido el amor de su madre que conseguirá mantener su humanidad también en la vida de esclava, aunque esto le cueste un sufrimiento mayor: amar en condiciones de opresión total significa sufrir, sufrir más de cuanto ya normalmente sufría.

“El objeto de su amor eran sobre todo los niños”

En su vida de esclava deberá de hecho sufrir por la muerte, la tortura, o la separación brutal de aquellos con los que la une un sentimiento humano de intercambio y de afecto. El objeto de su amor eran sobre todo niños, más pequeños que ella. La mueve la nostalgia de su madre, junto con el deseo de ser como ella, la única figura que le ha dado protección y amor: “Y es allí entre los esclavos que Bakhita oye llorar a un niño. Instantáneamente piensa que su madre está entre ellos. Se gira de golpe. Busca a su madre con la mirada, es una caravana pequeña, ubica a todos en un instante. Y en ese mismo instante comprende que se ha equivocado. Ella no está. Y ese pensamiento no la abandonará. Toda la vida, hasta el último momento, cada vez que oiga llorar a un niño pensará que está en los brazos de su madre. Incluso cuando su madre no tenga ya edad de serlo. Y después cuando no tenga edad de seguir viva. Cada niño que llore estará en sus brazos y esperará que ella lo consuele”.

Aunque la llegada a Italia significa para la joven esclava –porque permanece esclava, viene bien recordarlo, también en sus primeros años italianos– una indudable mejora de condiciones, el desprecio y la indiferencia hacia su voluntad y sus sentimientos la harán sufrir siempre en el  curso de su larga vida. También entre las hermanas canossianas. Y en Italia se añade una nueva tortura: ser la única negra, guardada y expuesta como un fenómeno de circo, considerada una criatura diabólica o como mínimo una que ensucia porque su piel siempre es sospechosa de desteñirse. En cada situación que vivirá en Italia, n cada sitio nuevo, tendrá que superar este prejuicio, hacerse conocer por su bondad con fatiga y paciencia.

Miedo de reconocerse en la vida de los demás

Tampoco las hermanas, que la desplazan de convento en convento para los fines del instituto, piensan nunca en protegerla de este shock inicial, de esta prueba que debe vencer cada vez, incluso cuando, ya anciana, es enviada al convento de Vimercate, donde debe instruir a las jóvenes hermanas que parten a la misión etíope. A ellas, Bakhita les habla “del país de su infancia, que es igual para todos, les dice que allí el día es bendecido, la noche respetada y la naturaleza agradecida. ‘¿Es lo mismo para vosotras no?‘”. Habla del padre, de la madre y de “aquellos que esperan venir al mundo ‘¿Es lo mismo para vosotras no?’ y es justo esto lo que les turba.

Tienen miedo de reconocerse en la vida de los africanos, y de confundirse. De perderse en las esperanzas y las miserias de los demás, tan parecidas a las suyas”. Bakhita encontró en Italia los mismos sufrimientos, las mismas incomprensiones, la misma violencia que había dejado en su país: Olmi describe su reacción frente a la pobreza y el hambre, cuando descubre las leyes raciales, cuando ve guerras y bombardeos, cuando asiste a heridos.

Dios llegó a ella mucho antes de encontrar el cristianismo

Con extremo pudor y gran delicadeza la autora afronta el tema de la vida espiritual de la esclava africana. Extrae de sus relatos transcritos que el contacto con Dios le llegó mucho antes de encontrar el cristianismo, de niña, mientras planeaba una fuga con otra niña esclava. Durante una noche de miedo, atormentada por las heridas y el cansancio, por el hambre y la sed, “y es aquí que sucede. Una luz muy tenue, una mano que se posa dentro de ella y se lleva el dolor, del alma y del cuerpo, que la envuelve sin tocarla, como un velo que cae. Bakhita respira sin dolor. Vive sin miedo. Espera, un poco sorprendida, se pregunta si durará. Dura, así que se sienta y observa la noche. Es límpida y vibra con un calor que pasa junto a ella, y a ese calor se abandona”.

En Cristo reconocerá al esclavo crucificado, y en el cristianismo, en el hecho de que va a bautizarse, encontrará la fuerza para oponerse a su condición de esclava y obtener la libertad de quedarse en Venecia, escapando de un destino ya escrito que la espera en Sudán, donde los italianos la quieren enviar de nuevo.

Véronique Olmi hace comprender lo compleja que es la vida de esta mujer, lo profundo  personal de su espiritualidad, sacándola del mundo prefabricado de los santos ejemplares para ponerla en el de las mujeres, de entonces y de hoy, e la capacidad que tienen para soportar dolor y humillación, de su capacidad de amar.