La familia, los afectos y la fe, en tiempos de pandemia


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Para que una experiencia tan impactante como esta pandemia se convierta en una experiencia que nos enriquezca y nos transforme, es necesario hacer un gran esfuerzo por comprender lo que estamos viviendo. Esa comprensión dependerá de nuestra capacidad para encontrar las palabras que nos permitan expresar lo que ocurre en nuestro interior. Para encontrar esas palabras, además de necesitar tiempos de reflexión personal, necesitamos tiempos de encuentros y de diálogos.



Necesitamos de espacios en los que compartiendo con otros seamos capaces de expresar, además de lo que nos ocurre individualmente, también aquello que nos ocurre como sociedad, como comunidad, como familia. Nunca es bueno encerrarse en uno mismo, en las propias ideas y maneras de ver la vida; pero en estos tiempos además de no ser bueno es peligroso. En la medida en la que nos aislamos aumentan los temores y es más fácil perder el rumbo.

Los vínculos

Por una parte, necesitamos crear en nosotros un cierto silencio procurando sosegar nuestras primeras reacciones ante lo que aparece como nuevo y amenazante. Por otra parte, también nos urge encontrar espacios para la comunicación con los demás. Para concretar este doble movimiento, tienen una importancia decisiva los vínculos familiares, los amigos, los momentos comunitarios; aquellos encuentros en los que la dimensión afectiva sea el centro de las relaciones.

Por el contrario, hay otros espacios en los que se hace muy difícil encontrar las mejores palabras y las actitudes más constructivas: aquellos espacios más públicos e impersonales (los medios de comunicación, los encuentros políticos, las relaciones comerciales, las discusiones académicas o ideológicas, etc.). En esos sitios fácilmente nos dejamos llevar hacia las conversaciones superficiales, y en ellos, es más difícil la convivencia y la comunicación auténticas; son espacios en los que se potencian las actitudes defensivas, los temores y las angustias.

Solo en las familias y en los círculos de relaciones más cercanas y afectivas, podemos generar la posibilidad de que esta pandemia no se apodere de nuestros corazones y de nuestra libertad. Solo en esos ámbitos más protegidos y resguardados, podemos permitir que nuestros temores se aquieten y que de esa forma seamos capaces de descubrir algún sentido, algún mensaje, en los angustiosos hechos de este tiempo desconcertante. Cuando logramos revestir de palabras lo que ocurre en nuestro interior somos capaces de transformar la paranoia (desconfianza y temor injustificados) en un conocimiento de la realidad que permita respuestas serenas y realistas.

El huracán de la globalización nos ha atrapado en una “casa común”, pero no ha creado en esa casa un “hogar común”. La pandemia ha puesto de manifiesto la precariedad de los vínculos que se establecen a partir de las conveniencias económicas, políticas o ideológicas. Cuando la integración solo se comprende en esos términos se hace imposible una auténtica convivencia porque aún falta otra dimensión, cuya importancia no se puede subestimar: el proceso de la comunicación en el plano de los valores más profundos y de las conductas.

El aporte de la fe

En el urgente proceso de integración que exigen estos tiempos la milenaria experiencia de la Iglesia tiene enormes riquezas para aportar. Para convertirse efectivamente en un factor de unidad generador de comprensión y respeto mutuos los cristianos deben asumir que la mayoría de los habitantes de la sociedad ni pertenecen ni quieren pertenecer a la Iglesia, pero que con ellos además de convivir y compartir una “casa común” debemos procurar construir un “hogar común”. Para lograr ser en la convivencia un factor que genere unidad y comprensión, los cristianos necesitamos derribar muchas murallas que aún nos alejan de quienes nos miran a distancia y sin comprender lo que les decimos.

Para avanzar por ese camino puede resultarnos muy iluminadora una imagen empleada por el Papa Francisco. En uno de sus discursos utilizó aquella expresión del libro del Apocalipsis que nos recuerda que el Señor “está a la puerta y llama” (Ap. 3,20) pero interpretó esa expresión de una manera novedosa: el Señor está a la puerta y llama desde adentro, queriendo salir. De diferentes maneras, Francisco exhorta a los cristianos a que dejemos salir al Señor de los estrechos límites institucionales y mentales en los que lo hemos atrapado para que se convierta verdaderamente en la levadura y la luz que nuestro mundo necesita. El Maestro de Galilea, no la institución eclesiástica, puede ser la figura inspiradora de una convivencia diferente, y por eso los cristianos deberíamos tener la valentía de “dejarlo salir”, de ofrecerlo como una riqueza común de la humanidad y no como “una verdad” o “una convicción” que tienen unos pocos que se consideran especialmente iluminados.

Jesús de Nazaret pertenece a todos. Cuando algunos pretenden apoderarse de su figura, entonces, ocurre un fenómeno sorprendente: en las familias o entre los amigos ya no se puede hablar con naturalidad de algunos temas, ya no se habla de religión porque ese tema genera divisiones. La fe ha desaparecido de nuestras conversaciones más entrañables. De esa manera, la fe ha perdido su belleza y nuestras conversaciones han perdido profundidad y fuerza. Desperdiciamos así uno de los puntos de apoyo más importantes para construir un hogar y, entonces, rodeados por la pandemia quedamos atrapados en una casa fría y vacía, sin posibilidades de comprendernos y comprender lo que nos ocurre.