Iglesias cerradas: la trampa de la nostalgia


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Junto a los ríos de Babilonia,
nos sentábamos a llorar,
acordándonos de Sión.
En los sauces de las orillas
colgábamos nuestras cítaras. (Sal 137)



De una manera inesperada en estos tiempos de pandemia, aquellos versos del salmo recuperan actualidad. Repentinamente, añoramos nostálgicos las iglesias siempre abiertas, el Señor en el sagrario esperando nuestras oraciones y la celebración de las misas para compartir la fe, el pan y el vino. Sin embargo, debemos reconocer que las iglesias cerradas se encuentran solamente un poco más vacías de lo que estaban cuando sus puertas permanecían abiertas. Seamos sinceros, hace tiempo que la mayoría de las iglesias se encuentran dolorosamente desiertas, hace tiempo que solo algunas ancianas oran ante el sagrario, hace tiempo que algunos pocos fieles comparten habitualmente la eucaristía.

Es legítimo ese sentimiento de añoranza, pero no nos engañemos a nosotros mismos, esta dolorosa ausencia de los sacramentos nos debería llevar hacia sentimientos más profundos y hacia preguntas más incómodas. De verdad: ¿qué lugar ocupan en nuestras vidas los sacramentos? Sinceramente: ¿son ellos un alimento del que no podemos prescindir? Con el corazón en la mano: ¿Al vernos celebrar la eucaristía, cuántas personas se conmueven y se sorprenden, a cuántas se les contagia nuestra fe y nuestro amor a Dios?

Aquel salmo recuerda los días en los que el pueblo judío, deportado a Babilonia, había perdido su tierra y su Templo. Mucho después, ese mismo pueblo descubriría que en esos dolorosos momentos Dios le estaba enseñando algo que lo transformaría para siempre. Debajo de aquella tristeza, en el silencio de las cítaras colgadas en los sauces, se iba incubando una de las revoluciones más profundas en la historia del pueblo elegido. Después de largos años en los que la fe recibida los había convencido de que Dios aseguraba las victorias luchando con ellos en todas las batallas, finalmente habían sido derrotados. La deportación a Babilonia, además de una tragedia política y humanitaria, era una experiencia que implicaba algo profundamente religioso, había ocurrido lo imposible: Dios había abandonado a su pueblo. Comenzaba así un tiempo nuevo en el que los israelitas descubrirían que Dios estaba con ellos de una manera mucho más íntima y profunda, que Dios no es un guerrero que garantiza triunfos sino alguien cercano y lleno de ternura que acompaña en las desgracias.

Descubrir una enseñanza

Tan importante fue aquella experiencia que, tiempo después, Israel fue capaz de ver en esos acontecimientos una enseñanza divina y consideró al odiado rey de Babilonia, Nabucodonosor, un “siervo de Dios” escogido para purificar al pueblo elegido (Jer. 43,10). ¿Podemos aceptar con serenidad que el mensaje que se esconde en estos días que vivimos contiene una palabra que viene de Dios, una invitación a la madurez y el crecimiento? ¿Podemos aceptar que este mensaje nos está invitando a abandonar esa reiteración insistente de lo que ya conocemos y que se trata una invitación a redescubrir esos sacramentos tantas veces repetidos como remedios mágicos, pero no siempre celebrados como signos de un encuentro íntimo y transformador con el Señor? ¿No se nos estará invitando a una nueva manera de orar, de confiar, de compartir la fe?Mi Padre es el labrador” dice el Maestro, y agrega: “Toda rama que no da fruto en mí la corta. Y todo sarmiento que da fruto lo poda para que dé más fruto” (Jn 15,2).

Lo que ocurre es demasiado grave como para que nuestra respuesta sea solo una nostalgia hueca, vacía de compromisos. Tanto dolor, tantas cruces, tantos desconciertos nos urgen a concretar aquellos cambios profundos de los que hace mucho hablamos, (y hablamos, y hablamos). Ahora, cautivos en esta extraña Babilonia, es difícil imaginar el futuro y quizás es posible que ya sea tiempo de abandonar esta obsesión por imaginar futuros y atrevernos a vivir “como los lirios del campo y las aves del cielo” (Mt. 6,26). Lo único que podemos intuir en estos momentos es que caminamos hacia algo nuevo y esa novedad aparece en el horizonte como una buena noticia porque, otra vez seamos sinceros, no estábamos muy conformes con el mundo y la Iglesia que teníamos hasta hace poco. Todo indica que se nos está diciendo algo, algo importante que no podemos desoír distraídos por una malsana melancolía. En la soledad de estos días sin sacramentos ni liturgia ¿qué se nos invita a descubrir? Como dice el salmo: “Ojalá hoy escuchen la voz del Señor: no endurezcan su corazón” (Sal 95,7).