Finales de noviembre


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Ahora que termina este mes te voy a contar una historia que me impactó. Te estoy hablando de estos días, pero hace casi cuatro años. Se presentó en mi casa y me dijo, ¿me conoces? Aunque hacía 21 años que no nos veíamos -le dije- ¡claro, tu eres Juan! (permitidme que haya cambiado el nombre). La última vez que estuvimos juntos fue en una reunión de un grupo de adolescentes en los locales de una parroquia de barrio. Pertenecía a la Acción Católica, y terminaban una etapa. Luego por las circunstancias de la vida los perdí el rastro.

¿Quieres un café? Ahora me cuestiono por qué siempre ofrezco café a los que vienen a mi casa. No, -contestó- y comenzó a llorar compulsivamente. Cuando ya pudo hablar, me dijo: me han diagnosticado un cáncer de colon. Lo han cogido demasiado tarde y tengo metástasis. Me quedé lívido, Juan iba a cumplir tan solo 37 años. Lo mejor era el silencio. ¿Qué podía decirle?

Sin pensarlo me incorporé y le di un fuerte y prolongado abrazo. Lloramos los dos. En mi mente pasaron las imágenes de su grupo cuando eran unos niños crecidos y salíamos de acampada o hacíamos senderismo por los bosques de hayas. Y aquellas reuniones en el desconchado salón parroquial que decoramos, entre todos, lo mejor que pudimos.

He venido para que me ayudes a comprender y aceptar mi muerte. Y hablamos durante días y días de la vida. De lo que había hecho durante estas casi cuatro décadas. De las personas que había amado, además de sus padres, de sus hermanos, de su compañera. De cómo había ayudado a los demás. De qué momentos recordaba de gozo y de dolor.

De cuántas personas influyeron positivamente en él, acompañándole, quizás, sin pretenderlo. De cuántos le habían socorrido en algún momento, sin esperar nada a cambio. Teníamos que dar sentido a las piezas de este extenso puzle, y colocarlas una a una, sin demasiada prisa, y al final, preguntarnos dónde se había ido quedando Dios en todo esto.  

Su chica, con la que llevaba viviendo cuatro años, le dejó en el peor momento de su vida, cuando comenzó a debilitarse y a ser casi una sombra de lo que había sido. Juan tuvo que ir a vivir a la casa de su madre viuda, de donde salió dando un portazo en los juveniles años locos. Pero la madre es la única que acoge y comprende. Como si no hubiera pasado nada, me dijo. A partir de ahí es donde más conocimos a Dios. Juan se sentía como el hijo pródigo de la parábola, que recordaba de las reuniones del grupo. Es increíble las cosas que pueden recordar los chavales cuando piensas que no te están haciendo ni caso.

Con qué cara me presento ante Dios, decía. Con la misma que el hijo pródigo, no olvides que lo único que le movió para volver es que pasaba hambre, necesitaba comer (lo que no sabía es que necesitaba todavía mucho más, amor). Eso es lo que primero el Padre le da, sin preguntarle nada, sin dejarle hablar, se lo comió a besos. Aquello le serenó el corazón, era la mejor imagen de la resurrección. El amor desbordado del Padre le llegó al alma. No sabes cómo siento dentro de mí que vale la pena creer, dijo.

De aquello han pasado ya tres años, me llamó a los pocos días para despedirse, le iban a sedar, pues no podía ya aguantar el dolor. Estaba en paz. Y cuando ya me marchaba con las lágrimas en los ojos, me volvió a llamar y me dijo algo que, por imprevisible, me hizo sonreír, pero se cumplió a los tres días. ¡Ánimo y adelante!