Entre dos maderos


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Hay cruces por todos los caminos, en las fachadas de piedra de muchas casas, en las plazas, las iglesias, en las ventanas cuarteadas, en las cumbres de los tejados, en los cementerios, en los viacrucis que suben a nuestras ermitas… cruces de la historia. Y ahora muchas menos colgando del cuello de los jóvenes, en nuestros dormitorios, en las cunas de los recién nacidos. Aún hoy algunos nos signamos con la cruz en muchos momentos del día, al levantarnos o acostarnos, al salir de casa por primare vez en el día, al bendecir a Dios por los alimentos, cruces en las manos de nuestros difuntos…



Nos habíamos acostumbrado a vivir con la cruz. Aunque más de uno –quizás desde fuera- se preguntará ¿cómo es posible seguir celebrando la Cruz, un suplicio? ¿No ha quedado superada esta manera morbosa y masoquista de celebrar el dolor y el sufrimiento? ¿No estaremos alimentando un cristianismo centrado en el Viernes Santo, obsesionado con la agonía del Getsemaní, los estertores del Gólgota y las llagas del crucificado? ¿Manifiesta la cruz para los que creemos lo que, de dolor, sufrimiento, o desesperación tiene la vida humana? Aunque cada vez más escasas, cada uno ha puesto en la cruz de Jesús su drama particular y el de toda la humanidad. ¡Señor, qué cruz!

¿Cuántas miradas no se habrán encontrado suplicantes ante esta cruz, buscando amparo y cobijo? ¿Ante ese rostro de nuestro Cristo crucificado que nos da serenidad ante el dolor, el sufrimiento y la muerte? ¿Cuántas veces no se habrán encontrado con vuestros rostros y el de vuestros antepasados? Sobre todo, cuando vivimos la angustia y menos cuando gozamos de la prosperidad y la alegría.

Necesidad de Dios

Pero ahora parece que las cosas son distintas. Vivimos mejor, creemos menos… (a pesar de la pandemia) y quizás no necesitamos a Dios, porque pensamos que hemos conseguido dominar al árbol de la ciencia del bien y del mal. Aun así, queremos mantener nuestras tradiciones como un “bien cultural” y desgraciadamente las paganizamos vaciándolas de contenido. Las tradiciones que sostenemos comenzaron un día y debemos volver a su sentido primero para manifestar la fe que duerme en sus entrañas.

Cuando los cristianos adoramos la cruz, no ensalzamos el sufrimiento, la inmolación y la muerte, sino el amor, la solidaridad y la cercanía de nuestro Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el fondo, entre dos maderos. ¡Ánimo y aselante!