Se estima que hay entre veinte y treinta mil denominaciones cristianas en el mundo. Cada vez que me viene a la mente este dato, recuerdo la preocupación del hermano Roger de Taizé por vivir continuamente conectado con la comunión de la Iglesia intacta que subyace bajo singularidades y divisiones; la Iglesia que no se puede romper porque es la raíz de la hermandad con Cristo.
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Pese a diversidades e incompatibilidades generadas en dos mil años, hay una comunión inquebrantable porque no depende de la humanidad caminando sobre el mar, sino que está en la mano de la humanidad que Jesús abraza en la suya.
La Iglesia no es una organización ni un club, sino la humanidad siguiendo las huellas de Cristo, que se ha hecho hermano de todos y cada uno de los seres humanos, incluso de quienes le persiguieron y crucificaron. Por esa hermandad, participamos en la íntima comunidad trinitaria de Dios, formamos con Dios el mayor Nosotros.
La humanidad fue más humana por la hermandad con Jesús, nuestra vinculación se hizo fraternidad eterna, y ni el mayor horror podrá cancelarla. Jamás dejaremos de ser hermanos. Pese a tantas polarizaciones políticas, tantas guerras, tantos atentados contra la vida. Incluso ante el peor cainismo, nunca dejaremos de ser hermanos de Abel. Bajo la humanidad rota, permanece una humanidad intacta que nunca dejará de ser fraternal.
Con amor y esperanza
En tiempos de divisionismos, debemos abrazar el cuerpo intacto de la humanidad; abrazar con todo amor y esperanza aquel cuerpo de Cristo en el que tantos golpes y heridas no lograron romper sus huesos. Abracemos en unos y otros aquello profundo que la hermandad con Cristo hace que nunca se puede romper. Y pongamos, como Roger de Taizé, la mirada en la Iglesia y la humanidad que permanece y siempre persistirá intacta.

