Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

El indigente que ya no está


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Cuando estoy en Granada me gusta subir temprano y andando a la Facultad de Teología. Siempre paso por el Campo del Príncipe donde suele estar aún dormido un indigente protegido por los arbustos y acurrucado entre mantas. No sé su nombre y, como nuestros horarios son bastante distintos, creo que nunca le he visto despierto. El caso es que la semana pasada, cuando pasaba por ese rinconcito donde él se acomoda, vi que ya no estaba el bulto al que estaba acostumbrada y que varias velas y flores indicaban el espacio que había sido hogar de esta persona anónima.

Desconozco qué ha sucedido, pero la escena me parecía una despedida cariñosa e improvisada de quien había sido una presencia constante en esa plaza. Ojalá ahora, que habrá llegado al Hogar (con mayúscula) que es siempre el abrazo del Padre, Él le muestre el cariño que despertó en aquellos que ahora le despiden. Esas velas encendidas y las flores, algunas en botellines de cerveza a modo de floreros improvisados, me hacen pensar en cómo las vidas humanas son siempre significativas, aunque a veces no sean llamativas y puedan pasar desapercibidas.

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Quizá no sea lo que esta persona hizo o lo que dijo, quizá muchos de los que se despidieron de él tampoco sabían su nombre, su historia ni las circunstancias que le llevaron a convertir en su casa una parte de la vía pública, pero su sola presencia llenaba un espacio que ahora resulta vacío. Se le extraña y su ausencia ha despertado la ternura de quienes frecuentan la zona. A veces nosotros derrochamos palabras y acciones a nuestro alrededor, pero es la presencia, el modo de estar en la vida y de hacernos presentes en la de los demás, lo que nos convierte en significativos. No sé a vosotros, pero a mí se me convierte en una invitación a estar cerca, aunque esa presencia pueda parecer inútil.