De pronto, el pasado lunes 28 de abril, se fue la luz. Los ordenadores se apagaron, las bombas de perfusión dejaron de funcionar, las alarmas de los respiradores se dispararon. Por fortuna, los grupos electrógenos comenzaron a suministrar corriente y los mecanismos imprescindibles para la vida del hospital y sus pacientes continuaron activos, al menos en parte: las baterías de los dispositivos electrónicos, que son legión en una sala médica, se activaron; uno de los tres ascensores de público funcionaba, y otro de personal, donde caben camas y aparataje.
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Los familiares de enfermos que en su domicilio dependen de dispositivos eléctricos (oxígeno, ventiladores) comenzaron a telefonear, angustiados. Las plantas se iluminaron con pilotos, y las habitaciones y despachos que no recibían luz solar se encontraban en penumbra. Las cirugías electivas se suspendieron. Las ambulancias dejaron de llevarse a los pacientes que vivían en casas con ascensor.
Acceso a la historia clínica
Una de las mayores disrupciones procede de la caída de la historia clínica electrónica, que ha sustituido casi por completo al papel. En ella se encuentran los antecedentes, que permiten comprender en parte el cuadro clínico que tienes delante; los tratamientos que el paciente ha tomado y está recibiendo, y todas las exploraciones complementarias que se realizan: cualquier técnica de imagen, datos de laboratorio, resultados de biopsias y respuestas de los diversos médicos a interconsultas.
Sin acceso a la historia clínica, ejercemos a ciegas. La asistencia médica, sobre todo en consultas externas, se dificultó de forma grave. Muchos de mis colegas nunca han trabajado con papel y bolígrafo, de modo que, cuando la electrónica falla, se encuentran perdidos casi por completo.
Imposible preparar las visitas
Varias horas tras el inicio del apagón, todavía no era posible consultar la lista de pacientes citados en la consulta del día siguiente, de modo que resultaba imposible preparar las visitas, así como examinar radiografías o analíticas de los enfermos hospitalizados. Un día después, el funcionamiento de los sistemas informáticos –ya de forma habitual cuajado de problemas e interrupciones– todavía presentaba anomalías.
Algo parecido ocurrió hace unos años en el Reino Unido, y las repercusiones fueron gravísimas, en forma de muertes por retrasos, errores y cancelaciones de tratamientos y maniobras diagnósticas. El sistema sanitario se paralizó. Sería conveniente tener planes de contingencia para estos casos, porque la posibilidad de interrupciones en la electricidad es real, como hemos comprobado en nuestra piel.
Protocolos claros
Saber qué debe hacerse, recuperar sistemas escritos con las órdenes de tratamiento y las solicitudes de análisis y radiografías, con las instrucciones elementales para la vida de un hospital: órdenes de ingreso, documentación clínica, informes de alta.
Sin embargo, décadas de experiencia en hospitales me llenan de escepticismo: la tecnología, la electrónica, llegaron para quedarse. Se ha pagado por ello un alto precio, y se han convertido en dioses inamovibles, incluso cuando es muy cuestionable su efectividad como herramienta de apoyo para el clínico; más bien, resultan un fardo pesado de llevar y un motivo de frustración y enfado casi diario para no pocos profesionales sanitarios.
Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos y por este país. Ojalá aprendiésemos del apagón, pero lo dudo mucho.

