Dos mujeres a quienes Jesús devolvió la vida


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Me quedó sonando el evangelio que se leyó en la misa el domingo pasado, el XIII del tiempo ordinario según la liturgia de la Iglesia católica.

Mejor dicho, me quedaron sonando las protagonistas de dos encuentros con Jesús que aparecen en esta perícopa: la una estaba enferma y la otra estaba muerta. Los evangelistas no escribieron sus nombres a pesar de dar detalles acerca de cada una de ellas.

De la primera registraron la enfermedad que padecía, cuánto tiempo hacía que dicha enfermedad la aquejaba y que se había gastado hasta el último centavo en médicos que no habían logrado curarla: “Una mujer que desde hacía doce años estaba enferma, con derrames de sangre. Había sufrido mucho a manos de muchos médicos, y había gastado todo lo que tenía sin que le hubiera servido de nada. Al contrario, iba de mal en peor”, escribió Marcos.

De la segunda sabemos que tenia doce años y que era hija –Lucas agrega que era hija única– de un jefe de sinagoga, un hombre importante a quien se refieren con nombre propio: por eso la niña se conoce como la hija de Jairo.

Sin espacio en la sociedad

Me quedó sonando el Evangelio y me quedaron sonando las dos protagonistas porque son pocas las mujeres que se asoman en las páginas de los Evangelios. Al fin y al cabo, no había espacio para las mujeres en la mentalidad de los evangelistas o en la de cualquiera de sus contemporáneos.

Porque en el entorno en el que los Evangelios fueron escritos y en el que el cristianismo nació –un entorno patriarcal–, el espacio propio de la mujer era el hogar, la crianza de los hijos y el cuidado de la familia, mientras que el hombre participaba en los asuntos públicos, el comercio y la organización de la sociedad. Y el tratado de límites implicaba superioridad del varón e inferioridad de la mujer.

Delito contra la propiedad

Concretamente en el mundo judío, el papel que se le reconocía a las mujeres era el de esposa y madre. Ahora bien, la esposa era considerada propiedad del marido, motivo por el cual este la podía repudiar (Cf. Dt 24,1) y el adulterio era considerado delito contra la propiedad (Cf. Ex 20,17). Además, como no llevaba en su carne el signo de pertenencia (Cf. Gen 17,11), no era considerada miembro del pueblo de la alianza y le estaba prohibido leer en la sinagoga, como tampoco podía participar en el culto porque las mujeres eran consideradas impuras. Por eso su exclusión. De la vida pública y de la vida religiosa.

Encima de todo, a los hombres les estaba prohibido cualquier contacto con las mujeres –sentarse a su lado, por ejemplo– durante la menstruación y después del parto porque su impureza era contagiosa y también ellos se hacían impuros. Supongo, entonces, que la mujer que hacía doce años sufría de hemorragias, al mismo tiempo sufría de exclusión social por el rechazo de los hombres y el temor a contagiarse de su impureza.

No sé si esta exclusión, junto con este rechazo y estos temores, fue lo que se coló en la mentalidad del cristianismo naciente, propiamente en la de los hombres que asumieron el liderazgo en su organización. No sé si también este tipo de exclusión puede seguir estando presente en la mentalidad de los hombres de Iglesia que heredaron ese rechazo y esos temores.

Romper las barreras

Por eso me quedó sonando el Evangelio del domingo pasado y sus dos protagonistas a quienes Jesús reintegró a la sociedad: a la una curándola de su enfermedad y a la otra devolviéndola a la vida. Sobre todo me quedó sonando esa mujer cuyo nombre desconocemos que, por su condición de mujer, se le acercó por detrás a Jesús y temblando de miedo se arrodilló delante de él. Pero que tuvo el valor de romper las barreras de la prudencia y del quédirán y arriesgarse a buscar un cambio para su condición de mujer excluida.

Y me quedaron sonando las palabras de Jesús. Tanto las que le dijo a esta mujer –“Hija, por tu fe has sido sanada. Vete tranquila y curada ya de tu enfermedad”– como las que le dijo a la hija de Jairo:Talitá, cum (que significa: Muchacha, a ti te digo, levántate).

Me quedaron sonando porque son palabras que quisiera que todas las mujeres oyéramos: que no vamos a seguir siendo excluidas, que hemos sido reintegradas, como le dijo a la mujer a la que curó y reintegró a la sociedad; que somos necesarias, que nos levantemos y nos pongamos en movimiento de una vez, como le dijo a la niña a quien resucitó y la puso en movimiento.