No puede ser casualidad que, en los polos norte y sur de nuestro planeta, la diversidad de flora y fauna y la densidad de población sean muy bajas. En los extremos (del mundo y de todo) es difícil vivir y prosperar. Si así ocurre en la geografía y en la naturaleza, no extraña que también suceda en la sociedad. El dilema es que la polarización avanza a pasos agigantados y va congelando los puentes del sentido común, de la complementariedad y de la diversidad necesaria para que la vida prospere.
- EDITORIAL: El bien común como eje
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No es de extrañar que la polarización de izquierdas y derechas, pobres y ricos, ateos y creyentes, conservadores y progresistas, ecologistas y negacionistas (y todos los extremos que vemos hoy), haya crecido tanto: ofrece explicaciones binarias y simples, fáciles de procesar. Es “comida chatarra” con muy buen marketing para quienes corren por la vida y no quieren ahondar en nada: solo consumir, estar tranquilos y disfrutar de los beneficios disponibles.
Intereses dudosos
En ese sistema, el bien, la verdad y la conducta legítima quedan a merced de líderes u organizaciones de intereses dudosos, capaces de manipular a personas que, por miedo o cansancio, renuncian a pensar por sí mismas. Simplemente, se dejan llevar porque eso les da seguridad y pertenencia a un “bando”. No advierten que, cada día, alguien piensa por ellos y que hipotecan su libertad para pisar una tierra que creen firme.
No se toleran matices. No hay espacio para la discusión ni para la búsqueda del bien común. Todo se percibe como pérdida de tiempo, de productividad y de certezas. El coste: la soberbia y la deshumanización de quienes no piensan igual, abriendo la puerta al horror y a la maldad.
Simplificación
La simplificación nos roba lo mejor de la vida: lo verdaderamente humano y lo que da sentido a la existencia. Como explica Edgar Morin, filósofo francés, somos seres ricos en complejidad, al igual que la creación. Además, todo y todos conformamos una unidad que se retroalimenta en una relación de interdependencia ontológica, biológica y espiritual; cuando la coartamos, empezamos a involucionar.
Basta mirar las noticias o los debates presidenciales en Chile, mi país, para ver cómo se pierde de vista el sentido común, el proyecto país y el bienestar de la gente. La mayor manifestación de biodiversidad y de población está en el centro del planeta (no en los polos): evidencia tangible de que la vida requiere condiciones complejas, ambiguas y variadas para desplegar su belleza, grandeza y longevidad. Pero, como una selva tropical, esa complejidad es difícil de recorrer, administrar o comprender y, en tiempos inciertos, muchos se asustan ante este “caos rizomático” y optan por el peor camino: el principio del final.
Son muchos los pasajes del Evangelio que muestran que en los polos no hay vida: en la rigidez de pensamiento se congela la comunidad, se mueren los vínculos y comienza la enfermedad. Por el contrario, Dios Padre “hace salir el sol sobre malos y buenos” (Mt 5,45) e invita a todos a su banquete (cf. Lc 14). Si somos sus discípulos, debemos testimoniar que la vida se juega en el encuentro. Jesús no eligió trincheras: se sentó a la mesa con todos y devolvió dignidad a quienes eran descartados. Hagamos resistencia frente a la simplificación; ejercitemos el pensamiento crítico; abramos la puerta a los matices y a la diversidad que enriquece. El verdadero milagro ocurre en el centro, donde la diversidad florece y la vida se hace más humana… y más de Dios.
