Fernando Vidal, sociólogo, bloguero A su imagen
Director de la Cátedra Amoris Laetitia

Diario del coronavirus 69: el vuelo del colibrí


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Mañana termino este diario y, aunque hay muchos temas, hoy quiero anotar cosas que no debo olvidar y que son tan pequeñas que posiblemente pasen desapercibidas. Y no lo deben ser porque en su interior está el secreto de la Sociedad de los Cuidados, el compromiso concreto y la revolución de la ternura. Ayer contemplábamos al Señor de las Moscas, pero antes de terminar queremos sentir la bondad y belleza del Vuelo del Colibrí porque el bien siempre es más alto, profundo y largo que el mal.



El Oculú

Permitidme que vuelva atrás, cuando todo esto comenzó, al 11 de marzo, el día en que se declaró la pandemia. Ese mismo día, National Geographic publicaba en su web que, en el Norte de Myammar, una expedición científica había encontrado dentro de un fragmento de ámbar el dinosaurio más pequeño descubierto hasta el momento. Con 99 millones de años de antigüedad, le han dado el nombre científico ‘Oculudentavis khaungraae’ (llamémosle el Oculú). Volaba y su tamaño era similar al del colibrí abeja, el ave más pequeña del mundo. Pese al enorme impacto de la pandemia y los centenares de noticias que volaban alrededor, me quedé en la cabeza con esa imagen de un colibrí dentro de una bolsa de ámbar.

En bastantes momentos durante esta pandemia me ha venido a la cabeza el descubrimiento del del Oculú y me he sentido un pequeño colibrí en medio de una descomunal tormenta. Parece que nada pudiera hacer y temí quedarme atrapado en el ámbar de la impotencia, esconderme en el búnker de la política o meterme dentro de una torre de marfil de la academia. Todos hemos tenido el riesgo de quedarnos atrapados en ámbar como aquel mínimo dinosaurio. El ámbar sabemos que es resina fosilizada. Todos exudamos resinas ante esta catástrofe: depresión, cansancio, victimismo, saturación de información, la indiferencia de los números, ira, amargura, un dolor estéril… Y podíamos y podemos quedar atrapados en ellas.

Tenemos la tentación de decir: al fin y al cabo, ¿qué importa para el mundo el vuelo de un pequeño colibrí como tú o como yo? Y sin embargo, aquí tenemos a nuestro Oculú trayéndonos un mensaje de hace casi cien millones de años. ¿Y si ese Óculú nos trae una información vital sobre un virus o una sustancia que solo entre sus plumas se había conservado?

Generalmente hacemos cosas a la medida de nuestra vida, que tiene un alcance pequeño, de familia, amigos y un modesto entorno alrededor. Quisiéramos llegar más lejos, influir donde se tomen decisiones, como cualquier ciudadano quiere. Sin embargo, también nos damos cuenta de que, si tan solo cuidáramos bien de la gente que se nos ha encomendado, bastante es y nos lleva todo el tiempo. Mirad el colibrí: sin él, millones de flores no se polinizarían. Los grandes cambios del futuro no vendrán del poder de quien los proponga, sino de la radicalidad de quien los esté viviendo ya.

No tenemos que invertir en poder ni cuota de pantalla, sino en profundidad de las experiencias. Si hacemos realidad -aunque sea en nuestro pequeño entorno- una experiencia realmente transformadora, las propias redes mundiales se encargarán de darle alcance. Tenemos que inspirar, no dominar. Invirtamos en hacer realidad modelos y propuestas tan transformadoras, prometedoras e inspiradoras que se difundan por su asombro, alegría y belleza. Solo necesitaríamos el vuelo del colibrí. Una sola persona puede salvar a su siglo ante la Historia. Una sola persona es suficiente para iniciar una revolución. Lo que haga la más pequeña santidad, nunca lo logrará ni el mayor poder.

El vuelo de un colibrí, incluso detenido en ámbar y recordado muchos años después, podría cambiar el rumbo de un tornado si encontramos aquella voz escondida, que rompe sin fuerza los muros vacíos, aquella que saca a un joven a la calle para cuidar a quien vive y muere sobre asfalto, corta sin filo los telones de acero, desata redes suavemente. La Palabra no es secreta, sino que se deja querer. Quisiera que este penúltimo diario fuera ámbar vivo donde guardar el mensaje de las pequeñas ternuras concretas en donde podemos inspirar un cambio global.

La sabiduría del clarinetista

Cuando leí lo del Oculú, recordé algo que había vivido un par de semanas antes. Ya todos estábamos preocupados por el coronavirus. Nos habíamos ido el último fin de semana de febrero a su pequeño apartamento en la playa. Mi amigo nos hizo un regalo el domingo, después de desayunar. Estamos las dos parejas en la terraza de su casa, viendo el mar, y saca su clarinete.

Hace tiempo que se ha puesto a aprender a tocarlo, ya con mediana edad. Va desenvolviendo las piezas, que guarda con mimo y respeto entre paños suaves. La campana por la que sale la música le da forma de pico de ave acuática. Nos enseña con detalle la boquilla de clarinete. Las cañas que vibran en ella son naturales, no estamos lejos de aquellos pastores que sacaban música de los tallos y la madera. La base de la boquilla está rodeada por corcho natural y cuando la mete en el barrilete, pienso en una botella de buen vino del que sacar los sonidos de la tierra y el tiempo. El pueblo en el que estamos está muy vacío en invierno, no hay ruido en la calle y el sonido hace eco en todo el resto de las casas, a todo el mundo llega.

Mientras escuchamos el pequeño concierto la mañana queda en suspenso, no pasa el tiempo y pienso que esto es lo que hago, como el sabio del clarinete. Fue un momento tan mágico y bello, que se ha quedado ahí en el aire, pasando siempre, como una pequeña terraza colgada ante la eternidad. Me he quedado durante todo el confinamiento pensando y degustando todavía aquel pequeño concierto de amigos. Fue una de las últimas cosas que hice y se me ha quedado en el corazón.

Como hizo con nosotros, cada día durante la pandemia él se pone en su terraza e interpreta durante la pandemia un pequeño concierto para sus vecinos. No lo hace por hacer un servicio, sino que él simplemente toca para seguir aprendiendo y disfrutando. Ni compra ni vende su música, solo la regala. Como el colibrí, canta su música y eso transforma porque nos habla del cuidado, la ternura, el compromiso personal, la santidad -seamos creyentes o no, la santidad, el bien, la verdad y la belleza hecho, dicha y creada por puro amor.

Te regalo una foto

El fotoperiodista Moeh Atitar salió el 15 de marzo a su ventana porque alguien puso música para el vecindario y la gente estaba bailando. Entonces –cuenta Moeh en un tuit que nos envió– “yo he sacado mi cámara con el 400 y he gritado: ¡Soy fotógrafo! ¿Quién quiere un retrato?. Varios han posado”. El tuit lo acompaña de una foto que explica. “Ella es Paloma. Hasta hoy no la conocía. Vive a 50 metros”.

Su mejor versión

El 23 de marzo, apareció en La Vanguardia una historia muy conmovedora. Hermann Schreiber y Teresa Rodríguez son dos personas mayores que viven en Vigo, mi ciudad natal. Ella es gallega y él es un alemán que se enamoró de ella y de España. Ella estaba casada, tenía hijos, pero se quedó viuda. La solución fue emigrar y lo hizo para trabajar en una compañía que fabricaba afeitadoras, ubicada en una pequeña localidad llamada Unterkirnach, en la Selva negra. En esa factoría trabajaba Hermann, se enamoraron y se casaron. Se pusieron a trabajar repartiendo juntos prensa. Hermann aprendió el español y llegó a sentirse orgulloso de lo bien que lo hablaba. Junto con su dominio del español, Hermann disfruta mucho tocando la armónica. Hace unos años viajaron precisamente a Wuhan, a donde Hermann llevó su armónica e hizo las delicias de los chinos que le pudieron escuchar.

Hace unos cinco años Teresa se dio cuenta de que Hermann estaba comenzando a olvidar su segundo idioma y fue el comienzo de un proceso que acabó siendo un diagnóstico de Alzheimer. Poco después también ella sufrió el mismo diagnóstico.

Confinados como todos, cada noche a las ocho salían a aplaudir para agradecer su labor a los profesionales que nos sanan y cuidan. Hermann no sabía muy bien qué es lo que ocurría, pero cuando vio a todo el mundo en las ventanas y balcones, sacó su armónica y cada día tocaba sus melodías. Él se creí que todo el mundo aplaude su interpretación. Se emocionó tanto por ese momento en que puede dar un concierto a todo el barrio, que comenzó a pasar todo el día ensayando con toda su ilusión lo que cada noche iba a tocar. Creía que toda esa gente que aplaudía entusiasta era su público y él no les decepcionó ninguna noche, hizo su mejor versión. Los vecinos, que lo sabían, no se reían ni extrañaban, sino que era cierto, sus aplausos comenzaron a ser también para él. Me conmueve Hermann haciendo desde su ventana su mejor versión.

Todo comienza por un nombre propio

Azahara es enfermera y ha tenido un detalle que parece pequeño, pero dice mucho de ella. Para ser reconocida, el 31 de marzo escribió con un rotulador grueso su nombre con letras grandes sobre la máscara que lleva de protector sobre toda su cara y que impide que sea reconocida. Tiene unos inolvidables ojos claros, pero lo primero que ve el enfermo es su nombre propio, todo comienza por su nombre propio. Encontré a otra enfermera que se puso con un imperdible su propia foto en su traje para que el enfermo supiera quién le estaba atendiendo y no perder la humanidad y personalización.

En un tiempo en que contamos a los enfermos por miles, que sobre todo seas un nombre propio –María, Seve, Brígida, Federico…– dice algo de la humanidad que siempre va a resistir hasta el final de los tiempos. Zaraa envió su foto y lo resumió en un tweet: “A veces nos olvidamos de que vamos tan tapadas que a los pacientes les resulta imposible saber quién es quién, a quien le ha pedido o preguntado algo y eso puede generar desconcierto y ansiedad. Así que si una idea parece estúpida, pero funciona, no es tan estúpida. #quedateencasa”.

Nuestro mejor vestido

El 14 de marzo leí en Twitter: “Me he puesto un vestido bonito, maquillaje y hasta perfume para estar en casa porque hoy es mi cumpleaños y en un rato he quedado para un vermut por Skype”.

El nombre de la chica es Sara Polo y añade una foto en la que, efectivamente, aparece vestida de fiesta porque es su cumpleaños. El 14 de marzo era un momento en que nos podíamos dejar llevar, vivir en pijama. Sin embargo, Sara Polo y muchos otros se levanta, se ducha, se viste y se pone a preparar su cumpleaños, igual que otros se pusieron cada día a trabajar. Hay algo de dignidad humana y resistencia en vestirse bien, aunque nadie vaya a estar contigo salvo por Internet, prepararlo todo, ser detallista.

Recuerda a Robinson Crusoe que, naufragado en la isla, reconstruye una vida digna en las condiciones que le tocan vivir. Esa fiesta de Sara también me parece un ejercicio de delicadeza, un gesto de resistencia y una acción de resiliencia, capaz de recuperarse en las circunstancias adversas. La belleza de lo que nadie nunca mirará: necesitamos ese espíritu cada día, sobre todo ahora que el desempleo está confinando doblemente a tantos cientos de miles de personas en sus casas.

La obra mayor siempre es secreta

Hay un cuento que narra la historia del maestro Polo, un escultor medieval de capiteles y sillares que realizaba los más finos encajes para decorarlos. Trabajaba con tal detalle, suavidad y gusto que incluso el granito parecía alabastro. Era un artista muy demandado, pero tenía como regla que empleaba solo un año en cada iglesia y se iba para que no hablaran de él, sino que sus obras tuvieran vida propia por sí mismas. Ponía una sola condición para poder trabajar en cada iglesia o catedral: que la última noche de su trabajo pudiera estar absolutamente solo en el templo. Sus obras en las columnas y paredes del templo maravillaban a todos y nunca se han visto creaciones tan excelsas. No obstante, la última noche de su estancia, solo, a oscuras y en secreto, sacaba una roca que durante todas las noches había estado esculpiendo, una obra maestra de belleza inimaginable, la más preciosa de todas, y la colocaba en el templo en un lugar discreto y al revés, de modo que nadie la pudiera ver, sino solo el artista y Dios en su secreto. Desde fuera todos verían simplemente una piedra plana más, pero en el secreto estaba la obra mayor. Por muy sublime que nos parezcan los trabajos de una catedral, los más hermosos permanecen en el interior.

Así veo muchas veces las catedrales, imaginando que detrás de cualquiera de esas piedras planas está la obra mayor, más hermosa que todo lo que los artistas nos regalaron alrededor. Por muy bello que hagamos algo, lo más excelso de esa belleza permanece en el silencio, discreto, en el interior, en la intimidad de lo que nadie suele ver. Los momentos de emoción y entrega dedicados al trabajo, al cuidado, el amor que ponemos en cada cosita, es la belleza mayor y será transparente a todos menos a ti y a Dios.

Gratitud a los presos

El 15 de marzo me pareció hermoso que el Ministro del Interior diera las gracias a los presos ante todo el país y en una de las comparecencias más vistas del siglo. En las prisiones se implementó una orden que ha impedido las visitas y permisos para cortar radicalmente los contagios. A cambio, ha habido más frecuencia de llamadas. La población presa asumió con aceptación esa regulación. Incluso hubo presos que expresaron su gratitud a los funcionarios que iban a los centros. Las condiciones de internamiento convierten las cárceles en centros de alto riesgo para contagios.

El ministro, el juez Fernando Grande-Marlaska, les destacó en sus agradecimientos. Era la primera vez en la historia de nuestro país que se les daba las gracias a los presos públicamente por algo. Eso cruzaba la línea que divide a personas en prisión y el resto de la sociedad, baja el muro, baja las vallas del estereotipo, el rencor y hasta el miedo. Es solo un detalle, pero significativo en una crisis como la que vivimos. Pienso en todos los presos que han puesto su parte para que no aumentara la transmisión del virus y puede que alguno piense que no hay nada que agradecer, pero me parece que, cuando tienes poco que perder, cuando nadie va a apreciar lo bueno que hagas, cuando hay tanto estigma, todavía tiene mucho más valor tu vuelo de colibrí.

Te regalo el Sol

El 16 de marzo, una foto preciosa captó mi atención en Twitter. Era un médico que envuelto en un traje de bioprotección había sacado fuera del hospital a un paciente y le mostraba el sol. “Estuvo atrapado en la sala de aislamiento durante un mes, se deprimió”, explicó el doctor, “y pensé que los rayos del sol podían alegrarlo”. Efectivamente, un enfermo de largo confinamiento hospitalario hacía mucho que no veía el Sol. Cuando salió del peligro, lo bajó un instante a la calle para que viera el dorado anochecer, sintiera el aire, sintiera la apertura y la libertad. Es un pequeño gesto. El médico fue más allá del trabajo, entregó un regalo. La amabilidad, el regalo son cruciales para la humanización. Solo somos humanos cuando regalamos. Cuando intercambiamos bienes, podemos ser como los animales simbióticos, pero el regalo es algo humano. El don nos hace humanos.

Ahora en el confinamiento echamos de menos el Sol. Lo tienen los pájaros. Mientras escribo esto, están los mirlos del barrio cantando encelados y enfebrecidos, tienen todo el Sol para ellos. El Sol no es de nadie, pero este médico pudo decir cuando llegó con su paciente a la calle: toma, te regalo el Sol. La humanidad puede regalarlo todo, pero sabiendo que nada puede poseer -para siempre.

Trabajadores confinados para cuidar el agua

El 8 de abril, La Vanguardia hizo un reportaje sobre trabajadores del servicio de aguas que no viven con sus familias, sino que residen en caravanas a turnos semanales en las potabilizadoras de agua para garantizar el servicio. Son once empleados de Agbar, en Cataluña. Agbar ha contratado catering para servirles la comida y tienen su salud controlada para que no haya ningún riesgo en el agua que alimenta a tanta población. La empresa también les ha facilitado teléfonos e Internet para que estén comunicados, y un servicio de apoyo psicológico que les lama con frecuencia. Todos los trabajadores en este régimen se han ofrecido voluntarios. Destacan su responsabilidad ante un servicio esencial que no puede fallar.

Estas experiencias van dando forma al alma de un país. Es diferente tener un empleo que entregarte a un trabajo. Se cobra por ello, pero no se hace solo por dinero. Pese a que lo que solemos ver de la cultura laboral en los medios es de carácter utilitario y muy dominado por el debate sindical, habría que darle mucha mayor visibilidad a esta entrega de los trabajadores a hacer que el mundo funcione, que es el fundamento de la ética del trabajo.

Manos que vuelan

¿Cuántas de nuestras palabras volarán por el aire como colibríes, haciendo su labor de fecundar, inspirar, mover? ¿Y cuántas manos dadas, abrazos, caricias, gestos nuestros seguirán volando? Otros malos gestos, malas caras y malas palabras, en cambio, habrán caído por su propio peso. Me conmueve la pequeña historia que cuenta el cardenal Osoro en una eucaristía en la vacía Catedral de la Almudena. Estando en el lecho de muerte de una víctima de coronavirus, el cardenal Carlos Osoro le dijo: “Dame la mano y te pongo en manos del Señor. Así murió”. Conociendo lo sentido que es, ha tenido que dejar una honda huella en él. Todo esto deja una huella en nosotros a la que nos asomamos y no vemos el fondo todavía, nos costará encontrarlo y encontrarnos allí abajo. Esas manos siguen volando.

El niño de Tijuana

El 26 de abril, el Sol de Tijuana y otros medios locales resaltaban en sus páginas la historia de Alexis, un niño cuya madre -Yizel Ortiz- se quedó sin empleo hace mes y medio por las medidas de cuarentena y ha enfermado por el coronavirus. Es una familia monoparental y no tiene medios para sobrevivir. Ante la desesperación de su madre, que no tiene con qué alimentar a su hijo ni a ella, el niño ha querido tomar la iniciativa. A las nueve de la mañana del sábado 25 de abril ha puesto todos sus juguetes en la fachada de la casita en que viven y los cambia por comida. Ha colgado un pequeño cartel en el que ha escrito: “CAMBIO JUGUETES X DESPENSA QUERIENDO AYUDAR A MI MAMÁ”. Luego Alexis se disfrazó de luchador mexicano para atraer más la atención.

Recabó tal simpatía de la población, que centenares de personas se presentaron en la vivienda familiar con comida y bienes para la casa. Han recibido tanto que Yizel está repartiendo con otras familias vecinas que también pasan por penurias en esta crisis. “Todavía hay gente buena en Tijuana”, ha dicho Yizel. No me digáis que no es como una fábula de Esopo: ella, cuando ha tenido suficiente, no acopia bienes, sino que lo entrega a quienes ya tienen más necesidad que ella. Otros en el mundo de la sobreabundancia han arramplado con todo lo que han podido en los supermercados mientras que Yizel dio todo. Eso es tener esperanza. El Niño de Tijuana es un caso de amor que nos lleva a lo más hondo de esta pandemia. Si bien no podemos comprender esta crisis sin mirar cara a cara al mal, solo se llega al fondo de esta experiencia de pandemia si nos encontramos con el amor.

Te regalo unas nubes

La belleza, el bien, las cosas dichas de verdad son como oasis en momentos tan duros, como las flores de los cerezos y almendros que se adelantan en el invierno. El 27 de marzo me alegraron dos. El primer tweet fue una noticia en The Guardian que me hizo gracia: aprovecharon que las calles están vacías para repintar el paso de cebra de Abbey Road en Londres, donde miles de personas posan cruzándolo como Los Beatles en la portada de su famoso disco. Las cosas se pueden repintar, solo hay que esperar el momento adecuado. Cuidar las cosas para la gente en la discreción, cuando nadie está ni ve. Un pequeño gesto que aparecerá en decenas de miles de fotografías por todo el planeta sin que nadie sepa de esa persona que repintó.

La segunda cosa que me alegró fue una fotografía del cielo. Victoria Iglesias (@viglesiasphoto) es una magnífica fotógrafa y llevamos años siguiéndonos mutuamente en Twitter. Hoy, como otros muchos días, me ha dado una alegría. Junto con una fotografía del cielo con nubes, escribe: “Hoy me ha regalado estas nubes”. No me quedó claro quién se las había regalado, quién le había dado las nubes de su foto. Salir a la ventana, mirar al cielo y sentirlo como un regalo. Pues sí, la capacidad de un gesto así, sentir que las nubes son un regalo, es profundamente consolador.

El paciente agradecido

El 8 de abril supimos la historia de Carlos Lorente, el paciente agradecido. Con 47 años, es gerente de un pequeño centro sanitario en Madrid. Cayó enfermo de Covid-19 el 4 de marzo, fue uno de los primeros cien casos, el número 70. Su mujer es médica en el Hospital Puerta de Hierro y le llevó a sus urgencias. El coronavirus le postró con una neumonía doble, fiebres muy altas y una continua presión cerebral. Lo pasó muy mal. Recuerda la mano enguantada de una enfermera que le acariciaba y le decía “ya verás cómo todo va a ir muy bien”. Como mi amiga marta Sáez, no conocía los rostros de los sanitarios y limpiadoras que estaban tras las mascarillas, solo sus miradas, pero era suficiente para reconocerles. Observaba a todos, “sudando debajo de esos trajes”, cuidando de él. “Estoy alucinado de la grandeza humana”, concluye.

Fue tal su gratitud que, cuando salió del hospital, inmediatamente quiso comprometerse en dar más oportunidades a los quedaban detrás de él. Con su socio y amigo, inició una campaña de micromecenazgo y cinco días después ya habían conseguido 26.000 euros que han gastado en material para tres hospitales públicos de Madrid: mascarillas y ecógrafos, que han logrado comprar en proveedores del país para apoyar a la industria local. Es una donación relevante para un solo paciente agradecido, pero para Carlos, todo es poco.

Entre las muchas acciones de generosidad, el 22 de abril ha sido impresionante el gesto de una mujer extranjera que ha donado un millón de euros. La Universidad de Castilla-la Mancha organizó una campaña de micromecenazgo para diferentes acciones por la pandemia. Una mujer ingresó un millón de euros y a través de su representante solamente lograron saber que era una persona que lo realizaba “en agradecimiento a España”. La donación se ha destinado a adquirir robots de extracción de ácidos nucleicos para el Centro de Investigación Biomédica ubicado en Albacete.

Piñor, el pueblo gallego de los ataúdes

No puedo olvidar la historia de Piñor, el pueblo de Orense dedicado a la fabricación de ataúdes. El municipio tiene 1,176 habitantes y tiene nueve fábricas dedicadas a construir féretros. En el actual contexto de la pandemia se han visto obligados a doblar turnos y no parar la maquinaria en todo el fin de semana. Tampoco han parado por semana santa. No dan abasto con la demanda que tienen al haberse parado la importación de ataúdes de China. Han doblado su producción a 400 ataúdes mensuales. Es tan alta la demanda que algunos listos les han dicho que dejen de hacer ataúdes con la misma calidad, sin tanto detalle ni tanta ebanistería: los van a vender igual y podrían triplicar su producción. En las primeras semanas de pandemia se quedaron sin stock al tener que enviar 3.500 ataúdes a Madrid.

La prohibición de velatorios y la compañía de más de tres personas en las despedidas funerarias ha cambiado la demanda de ataúdes. No se piden de alta gama, sino los más baratos ya que el ataúd no va a ser exhibido ante nadie. “La gente ahora no se para tampoco a escoger ataúd”, dice la dueña de una de las fábricas.

Incluso les han ofrecido la posibilidad de hacer ataúdes que solo sean de celulosa. Sin embargo, en Piñor se empeñan en seguir haciéndolos de madera, con certificado de sostenibilidad medioambiental. En un momento en el que el mundo está contemplando entierros atropellados, fosas comunes que se abren con excavadoras, islas siniestras como Hart en donde a la gente le aterra tener que ser enterrada, aglomeraciones de bolsas con muertos en pasillos, camiones frigoríficos, pistas de hielo convertidas en morgues, etc., emociona ver el cuidado que ponen estos profesionales en construir ataúdes dignos. Parece que no ha llegado la construcción industrial, sino que siguen hablando de “obradoiros” o talleres donde se continúa valorando la madera. No hay duda que es un momento de negocio para ellos, pero tampoco dudo que ese sacrificio de doble trabajo forma parte de su contribución a la lucha contra la pandemia, cuando la única lucha que queda es decir adiós con honor y respeto a las víctimas. Y sí, el tratamiento funerario forma parte también de la lucha contra la pandemia, que no nos veamos tan desbordados como para no poder despedirnos con la mínima dignidad y rendir tributo y gratitud a quienes se van.

El alcalde, José Luis González, es uno de los empresarios del pueblo y presidente de la Asociación de Fabricantes de Ataúdes de Galicia cuenta que las tres Su padre era tallador de santos y él siguió con la madera, pero para hacer féretros. Piñor es, paradójicamente, uno de los pueblos de Galicia en los que no ha habido ningún infectado.

La soprano

Ha habido millones de historias de entrega, ternura y cuidado, tan bellas e inspiradoras como las que hemos contado, y podríamos seguir más y más. Todas merecen ser recordadas y nos llenan de alegría interior. Quiero terminar con esta de las sopranos. La soprano Begoña Alberdi ha cantado cada noche en honor a los sanitarios desde la ventana de su casa al barrio, después de los aplausos. El Periódico y La Vanguardia han sacado reportajes y hay videos que la muestran cantando. Me recuerda a Florence Foster Jenkins, aquella señora que cantaba tan mal, pero se empeñaba en dar recitales y grabó un disco que sacaron a la luz los de Goma Espuma. Recuerdo que nuestro amigo Curro nos dio una copia que todavía guardo y nos reíamos tanto que se caía al suelo -pocas veces he visto a alguien reírse tanto-. La película que filó sobre ella Stephen Frears en 2016, me gustó mucho. Me parece que en ella había algo que es una verdad absoluta. Florence era consciente de sus limitaciones como cantante, pero ella cantaba, se expresaba, lanzaba su voz al mundo, a sabiendas de que distaba mucho de ser perfecta. Lo relevante para ella era que transmitía entusiasmo, entrega a la belleza, confianza, era generosa, lo daba todo, aunque ese todo fuera poco. Meryl Streep, que interpreta a Florence, lo resume muy bien en cierto momento del largometraje: he cantado mi canción.

Efectivamente, intentamos darlo todo, aunque ese todo sea poco. Cantamos con lo mejor que se nos ha dado. Florence es como el hombre al que le habían dado muy pocos talentos y los plantó y salió un árbol que dio mucho más fruto del que todos esperaban. Me inspira. En estos tiempos tratamos de dar mucho más, aunque no seamos mucho. Perdemos el miedo al ridículo, nos arriesgamos, perdemos la vergüenza de decir las cosas, somos mucho más libres para compartir. Al final, lo que hicimos se desvanecerá y solo importará el amor que pusimos en ello. El amor que ponemos en cada cosa que hacemos es el verdadero valor. El canto de Florence queda redimido por el amor que puso en entregarlo. Nos seguimos riendo, pero con ella, no de ella. Así, cada día en esta pandemia cada uno ha tratado de hacer su mejor canto.  Aunque queden envuelto en ámbar, en la fibra de vidrio de Internet o en unas páginas de celulosa, necesitamos tanto el silencio como la palabra. Como colibrí en esta tormenta, canté lo que supe y amé.

¿Sabéis de qué tengo ganas ahora mismo? De reunirme de nuevo con mi viejo amigo Tomás, en su terraza de Torrejón de Ardoz, que fue zona cero del Covid-19, llevar dos cervezas bien frías y escucharle tocar con su clarinete al cielo los salmos de John Coltrane. Si comprendiéramos la ternura del vuelo del colibrí, todo podría cambiar.