Fernando Vidal, sociólogo, bloguero A su imagen
Director de la Cátedra Amoris Laetitia

Diario del coronavirus 30: las baldas vacías


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Hoy es Sábado Santo, la cruz está vacía. El mundo se queda en silencio, hueco, es todo espera. Es una sensación que hemos vivido con experiencia fuertes durante esta cuarentena. Hemos experimentado las estanterías vacías de los supermercados, las calles deshabitadas, los tanatorios desiertos, 16.000 hogares de ausencia, los días callados que antes llenaban nuestra actividad y el bullicio. El Hijo del Hombre había desaparecido de la faz de la Tierra y hemos podido asomarnos a lo que significaría un planeta sin el ser humano.



También están llenas las morgues, que es otro modo de estar vacíos. En Guayaquil los ataúdes se guardan con los muertos en los patios traseros o en las calles. Aquella imagen del Hombre Yacente de Wuhan –el anciano muerto, tirado en la calle y evitado por todos– es como el crucificado abandonado. Elsa, que cuida mi suegra y es ecuatoriana, nos ha contado que murió su tía en Guayaquil y tuvieron que enterrarla a escondidas, no sabemos dónde. Hoy Sábado Santo es El Día del mayor Luto en el mundo. Las baldas del alma se nos quedan vacías.

La imagen de las estanterías vacías se me repite este sábado. El mundo se vacía y ocurre por el mal del ser humano que baja a Dios a compartirlo todo con él y lo matan. Creyentes y no creyentes tenemos que reconocer que es brutal. ¿En qué estado queda el ser humano al día siguiente de hacer algo así? ¿En qué estado quedó el ser humano después de haber organizado Auschwitz? ¿En qué situación queda el ser humano tras haber esclavizado cuarenta millones de africanos por Este y Oeste? ¿En qué estado vamos a quedar después de haber provocado esta pandemia?

¿Cómo nos quedamos después de haber arrasado con todo lo que había en los supermercados en los primeros momentos de la cuarentena? Ya sé que no hay comparación, pero es una escala más próxima a cómo nos quedamos en nuestras vidas cuando arrasamos, maltratamos, negamos, pasamos o descartamos a los otros y nos encontramos ante esos sábados santos ordinarios de desolación.

Acaparadores

Según datos recogidos por la consultora Kantar, la primera semana de marzo comenzó el avituallamiento, con un incremento del 113% sobre lo esperado. La siguiente semana, en cuanto anunciaron el cierre de colegios y universidades, el gasto en supermercados se disparó: el martes 11 aumentó un 154% y el miércoles un 180%. En todo momento se garantizó el abastecimiento, pero cuando todo es imprevisible y sucede por primera vez, se desata la desconfianza.

También sucedió cuando vivimos la I Guerra del Golfo en 1991, pese a que no formábamos parte de la alianza de guerra. Era la primera vez en cuarenta años que sentíamos la guerra tan cerca. En cambio, en la II Guerra del Golfo de 2003 –en la que sí estábamos plenamente implicados–, no hubo acopio de reservas. El temor había desaparecido, era otra guerra más. Meses después, el 11 de marzo de 2004 aprenderíamos brutalmente lo que significa entrar en una guerra.

No significaba que hubiera desabastecimiento, sino que había que hiperactivar el ciclo logístico de transporte y reponedores. España precisamente destaca por una red de abastecimiento modernizada, organizada digitalmente, magníficas conexiones por carretera, muchos puntos de venta (1 cada 835 habitantes, contando grandes superficies y tiendas minoristas tradicionales), mucho espacio de almacenaje (1 metro cuadrado de superficie por cada 3,4 habitantes) y, sobre todo, una fuerte economía de productos primarios agrícolas y ganaderos. No había ningún motivo, pero quisimos prevalecer sobre los demás.

Los Míos Primero

El pánico y la desconfianza provocaron reacciones de compra compulsiva y competencia con nuestros vecinos por llevarnos la comida de más que ellos podrían necesitar. En centenares de miles de personas saltó el resorte del “Nosotros Primero” y se llevaron todo lo que pudieron, por si acaso en un futuro próximo hubiera competencia por los alimentos y bienes o se impusiera el racionamiento –como, de hecho, está contemplado como una posible medida permitida por el estado de alarma–. Ya sabemos qué pasaría si realmente hubiera riesgo de desabastecimiento: habría un porcentaje importante de lobos entre los hombres. Lo sentirían mucho, pero no iban a arriesgar a que el racionamiento les limitara ni estarían dispuestos a que se priorice a los más débiles: Yo Primero, Mi Familia Primero, Nosotros Primero, lo cual significaría Solo Nosotros. Si tienen que decidir entre seguir consumiendo de forma normal o vivir con menos para que todos podamos vivir, elegirán lo primero. El experimento social de la psicosis del desabastecimiento nos ha mostrado cómo es una parte amplia de la población de nuestro país.

En contraste, en la pequeña tienda de comestibles y bienes primarios que hay debajo de mi casa –que cerró la primera semana de cuarentena–, se forma todos los días una cola paciente. En “El Mercadito” solo pueden entrar tres personas a la vez, como en muchos otros sitios, se forma una fila fuera donde la gente se separa dos o tres metros entre ellos, cívicamente, y, compasivamente, dejan pasar a aquellas personas mayores que no pueden aguantar tanto tiempo esperando de pie y corren más riesgos de contagio en la calle. Pero los primeros días vimos nuestro peor rostro y el resto nos quedamos boquiabiertos ante tal reacción de egoísmo e irracionalidad.

¿Y qué hubiera pasado si realmente hubiera habido un problema grave de abastecimiento y no se hubiera podido reponer comida? ¿Dejaríamos sin comida a los vecinos? ¿Acumularía más quien más violento fuera? ¿Entraríamos a robar en las casas de los otros? No somos suficientemente pobres para estar acostumbrados a vivir con poco y saber que solo la solidaridad nos da soluciones para que todos podamos sobrevivir cuando hay poco. Reaccionamos como ricos.

Patéticos

Una mujer de 76 años declaraba en una entrevista que El Diario Montañés hizo en un supermercado: “He visto a gente que se ha llevado dos carros llenos de papel higiénico, cajas de compresas y de toallitas húmedas”. Lo mismo ha ocurrido en muchos países. Mi amiga Noni, de México, compartió una foto en la que un hombre se agarraba a un carro con cinco pisos de rollos de papel higiénico. En el Edinburgh News un reponedor vio a una pareja joven que llenó una gran maleta de viaje completamente con pollo fresco que iba pringando todo el interior.

Todas las compras coincidieron en vaciar las tiendas de papel higiénico, pero luego en cada supermercado se agotaban cosas diferentes, son mucha racionalidad. En un supermercado de Vigo se acabaron los plátanos, solo los plátanos entre la fruta. Uno cogió y otro siguió y un tercero acopió y así se fue compitiendo por los plátanos hasta acabar con ellos. Es normal, ¿alguien se imagina pasar la cuarentena sin poder comer suficientes plátanos? En otro supermercado de Oviedo –cuenta La Voz del Trubia– la gente saqueó los dulces, no quedó ni uno. También se acabó toda la leche asturiana (de la marca blanca quedó suficiente stock). Eso es más explicable. En ningún mercado se acabó el brócoli, había de sobra en todos los cajones. Tan patético todo esto que nos hace reírnos de nuestra locura y egoísmo.

Los desolados

Una enfermera inglesa que llevaba 48 de servicio en el hospital atendiendo a enfermos de coronavirus fue a comprar y se encontró que no quedaba nada para ella en su supermercado. Se llama Dawn Bilbrough y vive en York. Se preguntaba si tenía que dejar de atender a los enfermos para poder comprar antes que los demás. También en Reino Unido, Anthony Glynn tiene 79 años y ha ido a comprar para él y también sus vecinos, pero se encontró a la gente avariciosa y acabando con todos los productos. “La gente está siendo estúpida –dijo–, están pensando solo en ellos y en nadie más. Mi generación vivió la guerra y nadie perdió la cabeza como ahora lo están haciendo”.

Mi mujer Paloma fue al supermercado del barrio a comprar un par de bolsas de comida y quedó impresionada por la visión de un señor mayor que no podía competir con el amplio grupo de compradores que llevaba todo lo que podía en dos carros y bolsas y gritaba desesperado en medio de la gente, moviendo con aspavientos los brazos, clamando al cielo. El periodista Seb Costello narró que en el supermercado al que él fue a comprar, en la ciudad australiana de Victoria, se encontró a una señora muy mayor, abatida y llorando frente a una estantería vaciada por el ansia de los vecinos. Creo que no lloraba por quedarse sin comida, sino de tristeza al ver cómo somos.

Suficiente para cada uno si todos

El director de los supermercados británicos Sainsbury escribió un correo electrónico a sus clientes pidiendo calma, que fueran considerados en sus compras para que nadie se quede sin lo necesario para esos días. “Por favor, piense antes de comprar y compre solo lo que tú y tu familia necesita. Hay suficiente para cada uno si todos nosotros trabajamos juntos”, les dijo.

Si todos somos verdaderamente humanos, esas estanterías volverán a estar llenas como en la Multiplicación de los Panes y los Peces. Y si no hubiera para abastecernos, haríamos ollas comunes para que todos pusiéramos un poco y todos pudiéramos comer. Habrá para todos, resistiremos, pero no resistirá todo. El gran Sábado Santo que tiene que seguir a esta pandemia, debe hacernos pensar en qué es lo que tiene que quedar atrás, qué es lo que el dolor de tanta pérdida tiene que incinerar en cada uno, en la sociedad, en la civilización del siglo 21. Resistiremos, sí, pero solo resistirá el amor.