Fernando Vidal, sociólogo, bloguero A su imagen
Director de la Cátedra Amoris Laetitia

Diario del coronavirus 16: el mayor abrazo de la historia


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Es sabido que Bernini diseñó la Plaza de San Pedro para que fuera un gran abrazo dado por sus casi 300 columnas, pero no creo que Bernini hubiera imaginado la imagen que contemplamos ayer. Nunca había estado tan vacía la Plaza y jamás había estado tan habitada. Creyentes y no creyentes, de una ideología y otra, niños y mayores, de todos los continentes y saberes, se han conmovido con ese hombre de 83 años que caminó cojeando la Plaza bajo la lluvia, vulnerable, conmovido, solo pero más unido que nunca por vínculos invisibles a todos los hombres y mujeres del planeta. Más pontífice que nunca, su propio cuerpo anciano bajo la lluvia se convirtió en un puente entre miles de millones de personas.  



No era solo el pontífice de la Iglesia ni el líder mejor valorado del mundo, sino que representaba también a quienes son más vulnerables ante la pandemia: los mayores. Un puñado de coronavirus se lo podrían llevar por delante, pero como el piloto en medio de la tormentaSalió solo y desarmado ante el planeta, ante la galerna de coronavirus soportando la lluvia en la cara, para decirle que nos podía matar, pero que no nos podía obligar a no amar, que es lo que nos hace humanos. Lo que nos hace humanos no es ni siquiera la vida sino el amor. 

El Diluvio de la Humanidad

Así está la humanidad, bajo la lluvia, bajo el Diluvio de la Humanidad. Así está la humanidad, más sola que nunca en sus hogares, más unida que nunca. Así podría sentirse mucha gente: que la humanidad está sola en el cosmos golpeada por la inclemencia, pero no, la humanidad es una historia de amor y ese amor siempre es de Alguien por alguien. 

Salió solo para decirnos que todos somos uno, que la Humanidad está junta en la misma barca y que a esa barca la hemo maltratado, hemos quemado parte de la barca -como al Amazonas-, que la tenemos en mal estado -como la degradación de los servicios públicos-, que estamos peleándonos dentro de la barca -divisiones, guerras-, que tratamos de arrojar al mar a muchos -como los que mueren naufragados en el Mediterráneo-, que solo tenemos una barca, que solo hay una familia humana y que ante el coronavirus tenemos que comprenderlo de una vez. 

La propia crucifixión

Ya sabemos que hace pocas horas contemplamos en vivo una foto histórica del siglo XXI y que todos la sacamos a la vez desde nuestras pantallas. Cada uno tiene la suya. Unos, el rostro de ese anciano con las gotas resbalándole. Otros, la plaza vacía. Otros, esos enormes brazos de mármol que parecían quererse mover, ser de carne y abrazar de verdad. Otros, la plaza vista desde la mirada de es Cristo de San Marcelo. Ese cristo había visto ya las calles de Roma durante la peste de 1522. Veintiún siglos antes, nos recuerda la propia crucifixión, que de unos y otros modos sigue sucediendo en la historia: el terremoto de Haití, la catástrofe nuclear de Chernóbil, las hambrunas de África, la Guerra de Vietnam, Auschwitz, Gulag, Terremoto de Lisboa… 

Ese hombre solo en la plaza de la humanidad éramos cada uno de nosotros frente al cosmos y la Historia, ante la pandemia y el mal, ante el sentido de todo y nuestra propia vida, nuestra alma nuda ante Dios cara a cara. Porque esta crisis del coronavirus no solo nos ha encerrado en nuestro hogar, sino que nos ha puesto a cada uno solo ante el Todo. Y nos damos cuenta de que el amor es la única explicación y sentido de Todo y del Todo. “No nos abandones”, decía el papa. No nos abandones, porque sin Ti, Señor, no somos nada. 

 Solos no somos nada

Sin los demás no somos nada. “Nadie se salva solo”, dijo en el mensaje. Roma y Madrid atardecían casi a la vez, pero en todo el mundo está anocheciendo, la mayor parte del planeta está entrando en la Noche Oscura del Coronavirus. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas y 

Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos… No podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino sólo juntos… La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades Dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos… Comprendemos que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). 

El Papa, en su oración del viernes ante la cruz de San Marcelo

Creyentes y no creyentes hacemos común ese anhelo de Cristo: Que todos seamos uno. Que seamos uno con la fraternidad que ahora sentimos. Nunca nos habíamos sentido colectivamente tan familia, tan vecinos. Nunca nos habíamos sentido tan pueblo. Yo nunca me había sentido tan pueblo. Nunca nos habíamos sentido juntos tan humanos.  

 Ternura, cuidado y entrega

Esexcepcional pero imprescindible bendición a todas las ciudades y todo el mundo, urbi et orbe, se convirtió en un descomunal abrazo entrañable entre toda la humanidad, un abrazo ecológico de los seres humanos con el planeta y sus criaturas, y de Dios a toda la humanidad, del modo como cada uno lo entienda, pero con ternura, cuidado, entrega. “Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. 

Ha sido el mayor abrazo de la historia y no solo porque millones de personas lo hayamos visto a la vez o nos haya llegado en unas pocas horas, sino porque realmente lo necesitamos. Antes de que comenzara la pandemia pudimos ver que, de nuevo, el mundo se nos había ido de las manos, y ahora necesitamos más que nunca darnos un abrazo toda la humanidad. Podemos decidir una cosa u otra, una medida u otra, pero abrazados. Nunca la humanidad necesitó tanto abrazarse. 

Hubiera querido poner un paraguas sobre Francisco. Hubiera querido ofrecerle mi brazo para que caminara más seguro. Hubiera querido abrazarlo, sí, abrazar su vulnerabilidad y compasión, abrazarle a él era en ese momento abrazarnos a todos, abrazar a toda la humanidad. Allá va cojeando la humanidad, pero abrazada.