Jose Fernando Juan
Profesor del Colegio Amorós

Democracia como reto, no como problema


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Pienso y repienso por qué soy demócrata, y no un seguidor de Platón o Aristóteles, cabreados por la muerte de Sócrates, convertido al gobierno de los mejores (o el mejor, sin más) respecto del bien, es decir, solo a los que de verdad filosofan buscando el bien común. Y todo lo demás. Porque el ideal es máximo. El deseo de encontrar en un gobernante lo mejor (tantas veces pensado como algo “para mí”) es tentativo y poco racional. Quien parte de una realidad simple, reducida a sí mismo, nunca comprenderá la cuestión política o social.



La democracia –esta es mi primera tesis esencial– es el mejor de los sistemas políticos por su exigencia, no por ser un sistema cerrado y completo, ni complaciente. Exigente en la participación y el diálogo (no solo la voluntad de diálogo, que es el previo imprescindible en el que andan atrapados los políticos de hoy como tantos otros ciudadanos, mostrando preocupantemente su bajeza y no su grandeza). Es decir, involucra personas e individualidades, y quienes quieran disfrutar de la democracia tienen que pensar en lo que significa. Algo que, a decir verdad, no hacemos. Educativamente damos por supuesta la democracia y seguimos hacia adelante. Pero el riesgo es que “los hijos” no quieran asumir el don labrado y costoso al que han llegado sus padres, se crean mejores (pasa a menudo) y estén de vuelta sin haber ido a ningún sitio.

Diálogo como esencia, no por dialogar y sentarse sin más con otros a pasar la tarde, de lo cual ya aprenderíamos si fuésemos personas abiertas y atentas a la vida (no ideologizadas). Si no, más bien, como búsqueda de la verdad, reconociendo de partida la propia insuficiencia y carencias, y no las afirmaciones que creemos como ciertas. Pero hablar así, desde la ignorancia y como poniéndose un velo imposible en la razón, obliga a formar ciudadanos excesivamente buenos.

Por eso la educación y la democracia están íntimamente vinculadas, y a mejor educación (no formación, sino educación) mejor democracia. Y esto no lo mide el PIB de un país, ni es medible siquiera a corto plazo. No es cantidad, es calidad. No es inmediatez, es paciencia. Y cada generación que llega, se quiera reconocer o no, implica dinamismo, novedad, y la responsabilidad de transmitir lo mejor que se tiene y lo mejor a lo que se aspira. Este es el ideal de la democracia: no la acaparación del presente, sino la construcción de una humanidad en diálogo (no de una persona cerrada y definida, sino de la vida personal en su horizonte; cada generación, a su ritmo).

Los juicios

De ahí que la democracia exija, para el diálogo sincero, suprimir la forma de egoísmo básica, que es aquella que hace de los juicios sobre las cuestiones que afectan a todos una apropiación individual en atención a las particularidades propias de la existencia de cada uno. Dicho rápidamente, el egoísmo que hace a la persona mirar exclusivamente su aquí y ahora, incapaz de levantar la cabeza hacia la situación que el prójimo sufre, padece o vive. Si esto se convierte en exigencia no solo para los mejores, sino para todos, estaríamos en el compromiso idea de los unos con los otros, de todos con todos, del cuidado (no solo el respeto o la tolerancia) mutuo. ¡Sublime! ¡Por eso, creo que la democracia es, sin lugar a duda, el mejor de los sistemas políticos! Aunque, mirando mi presente y no solo el ajeno, no pueda decir que estoy en condiciones plenas de vivirlo.

Lo cual lleva a que la democracia conduce inexorablemente, si profundizamos en ella continuamente, al amor al prójimo en la búsqueda del propio bien y del ajeno, que es lo mismo, es decir el bien. No “un bien” sino “el bien”. Quizá el “bien perfecto”.

Cabe por tanto la diversidad, como en ningún otro sistema. Es imprescindible la diferencia, el otro, su reconocimiento, la alteridad, su presencia y la propia no enfrentadas, sino encontradas. Pero no justificada en su riqueza invisible, que algunos quieren hacer ver, sino como mero punto de partida. Largo camino, toda una aventura.

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A la democracia podría llegar cualquiera, que quiera realmente el bien del pueblo, el bien común, el bien de todos. Y la diversidad confluiría, en lo esencial, en esas formas de sabiduría en la que, como desde antiguo se reconoce, los sabios están de acuerdo, mientras los dormidos y los ignorantes prefieren vivir cada cual en su propio mundo. La diversidad que salvaguarda la democracia es la de las personas, no la de las ideologías, mucho menos la de los famosos “lobbies”, que tanto daño hacen por la espalda, sin manifestarse, sin dar la cara, sin dejarse reconocer. Y no tendría sentido ninguno, en este planteamiento, el interés por convencer a nadie sino por encontrar la verdad. Afirmando por tanto la Verdad que existe, y que se deja conocer y es accesible, no para unos pocos sino para todos.

Reconozco que, dadas las circunstancias, plantearme una y otra vez por qué ser demócrata no es una cuestión menor. Es una exigencia, que durará hasta la muerte. Y espero, por el camino, no caer en el deseo del gobierno de los mejores, que insisto son los sabios porque buscan el bien más que por sabios.

Creer, en esta democracia, que todo se reduce a un voto (participación mínima) es estúpido. Creer que se vive en democracia para exigir a otros, más que a uno mismo, es estúpido. Creer que la democracia vuela por sí misma, en sus leyes, sin la fuerza y el tesón de las personas que dialogan y quieren que sus representantes lo hagan, muy por encima de sus intereses partidistas, es estúpido. Creer, por supuesto, creer. Es decir, que la democracia pide, demanda y reclama la confianza como principio básico. O lo que es lo mismo, cura el miedo, tan constante y tan terrible, que nos lleva a lo peor en lugar de ser capaces de mirar la belleza máxima, la verdad por sí misma y el bien descubierto plenamente. Atreverse. Democracia es valentía, y no puede ser de otra manera.

Por esto soy demócrata.