Todos querían el poder, y quizás sea ese el problema, el poder. Lo explica de forma certera José María Castillo en su libro “La ética de Cristo”. Realiza una profunda reflexión sobre el ansia de poder y cómo Jesús advierte a sus discípulos del daño que produce. El deseo de poder destruye a la sociedad, rompe los vínculos y conduce al uso de medios injustos e ilegítimos para conservarlo. En tiempos de Jesús, y en el siglo XXI.
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La historia nos demuestra que es excepcional que el poder político se constituya como servicio. Una vez en el poder, las personas se olvidan de sus principios –si alguna vez los tuvieron– y se intenta mantenerlo a cualquier precio. Se erige en un ídolo que exige sacrificios y se justifica lo injustificable; todo es relativo, solo el poder resulta un absoluto.
Se cae en la idolatría
Así, al pecado de utilizar medios dañinos, se añade el de idolatría, todavía más grave. Si pecado era absolutizar la riqueza o la doctrina de la seguridad nacional, igual de pecado fue absolutizar la revolución o un régimen de izquierdas (de hecho no hay izquierdas ni derechas, solo hay libertad o totalitarismo).
Nos hemos ido dando cuenta de que personas que quizás admiramos en la juventud, en realidad, empeoraron el mundo que decían querían mejorar. Ernesto “Che” Guevara, aquel médico argentino que nunca ejerció la medicina, resultó ser un asesino y un torturador peor que los hombres de Batista, tirano al que ayudó a derrocar. Él y sus compinches cubanos instauraron un régimen de terror y represión que subsiste hasta nuestros días.
Daniel Ortega, nicaragüense con quienes los progres de nuestro país se disputaban el espacio para hacerse fotografías, preside un Gobierno que oprime a su pueblo de forma más encarnizada que Somoza, un dictador psicótico. Hoy Nicaragua es más pobre que entonces, está más aislada del resto de naciones y se desangra poco a poco para enriquecer a unas pocas familias. Peor que entonces.
A sangre y fuego
Y así podríamos seguir, enumerando revolucionarios que derrocaron a sangre y fuego regímenes opresores para sustituirlos por otros similares. Una vez en el poder, aquellos que ilusionaron con sus mensajes y sacrificios se han corrompido hasta resultar dictadores peores que aquellos que depusieron.
El problema, pues, es el poder y los medios que se utilizan para llegar a él y mantenerse. La violencia en muchas ocasiones, la mentira, el abuso. Una vez en el poder, se beneficia a la familia, a los del propio partido, a los correligionarios, mientras se exprime al resto de la sociedad.
Contra todo eso advirtió Jesús, a ese mensaje fueron fieles quienes de veras le han pro-seguido. Martin Luther King, monseñor Romero, Gandhi, apóstoles de la no violencia, de una vida austera y entregada a los otros, mártires por la paz y la justicia. Quizás no eran las figuras más glamurosas de nuestra juventud, no daban voces, no imponían su criterio sin escuchar, no gritaban consignas ni agitaban pancartas, no demonizaban a sus adversarios, no emitían afirmaciones apodícticas, no levantaban muros.
El camino de Jesús
Todo lo contrario: tendían la mano, dejaban puertas abiertas al entendimiento, ofrecían un camino de liberación y conversión. No es un camino sencillo o fácil, ni gratuito. Exige renuncias, sufrimientos, noches sin sueño, esfuerzo y sacrificio. Pero es el camino de Jesús.
En la juventud nos deslumbraba la efectividad, la eficacia, la rapidez en la consecución de objetivos que parecían justos. Más tarde, nos hemos dado cuenta de que nada justifica el uso de la violencia, de la extorsión, del secuestro y el asesinato. La violencia nunca puede ser un buen compañero de camino.
Recen por los enfermos y por quienes les cuidan, y por este país. Ya no sé cuándo podré escribir una nueva entrada, así que disfruten lo que puedan del verano.

