Puede parecer un sin sentido, pero es clave discernir cuándo efectivamente estamos ayudando y cuándo estamos subsidiando o incluso entorpeciendo la vida de los demás, su evolución y madurez. Sí, porque a veces hay amores que matan, como dice el refrán. Matan la autonomía, la capacidad de resolver, la autoestima, la identidad y la libertad que toda persona necesita para volar.
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No sé si todos conocen la historia del hombre que quiso ayudar a una mariposa al verla luchar por salir de su capullo. Malamente, al hacer el trabajo por ella, la mariposa nunca pudo volar. Toda su lucha era imprescindible para fortalecer sus alas. Así también nosotros, muchas veces, bienintencionados y llenos de amor, “ayudamos” donde no se nos ha pedido, y al hacerlo interrumpimos procesos vitales que son clave para el crecimiento del otro. La línea entre ayudar y dañar, entonces, es delgada y exige atención.
Discernir cuándo intervenir
Algunas pistas pueden ayudarnos a discernir cuándo intervenir. En primer lugar, es fundamental que el otro solicite nuestra colaboración, consejo o ayuda. Parece obvio, pero muchas veces lo obviamos por una “bondad impulsiva” que nace de la empatía o la compasión natural. Sin embargo, esa falta de prudencia a veces esconde una carencia propia. El ego disfrazado de “buen samaritano” busca justificar su valía para sí mismo y para los demás.
Si no se nos ha pedido ayuda, podemos ofrecerla, pero con cautela, evitando convertirnos en el atajo fácil o en una muleta permanente que impida el desarrollo del otro. Podemos ser andamio por un tiempo, pero no bastón para siempre. El mismo Jesús nos muestra en la parábola cómo el samaritano socorre al herido, pero no vive por él ni anula su camino: lo ayuda y sigue adelante.
Crecer en conciencia
El desafío de la vida es crecer en conciencia para amar más y servir mejor, pero eso no equivale a ayudar compulsivamente. De lo contrario, estaremos dando el pescado en lugar de enseñar a pescar. Esto ocurre con frecuencia en padres y madres que, por “amar tanto” a sus hijos, les impiden crecer, equivocarse, sufrir y alcanzar una adultez libre. Son los llamados padres helicóptero, que sobrevuelan la vida de sus hijos, creando generaciones “merengue”: sin consistencia, sin resiliencia y sin alas para volar.
Dios nos ama de manera incondicional y, precisamente por eso, no nos sobreprotege. No evita nuestras luchas, pérdidas o dolores, pero siempre acompaña, sin invadir. Quiere nuestro bien y respeta nuestra libertad. Así también deberíamos actuar nosotros, evitando la tentación de creernos pequeños dioses encargados de salvar al mundo. Esa postura no solo es falsa: hace daño. Basta mirar cómo ciertos líderes, creyéndose salvadores, arrasan con los destinos de sus pueblos en nombre de la paz.
Ayudar es uno de los gestos más bellos entre seres humanos, y el cuidado mutuo es indispensable para la vida en comunidad. Pero es esencial que lo hagamos desde una relación horizontal, de hermano a hermano. Solo entonces sabremos cuándo avanzar, cuándo detenernos y cuándo acompañar. Solo así podremos también pedir ayuda sin miedo, sin sentirnos invadidos ni despojados de nuestra dignidad.

