Redactor de Vida Nueva Digital y de la revista Vida Nueva

¿Cuál fue la experiencia de confinamiento ante una epidemia de Don Bosco?


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La tercera situación

Antes de Navidad confesaba el papa Francisco al periodista Austen Ivereigh en ‘Soñemos juntos’ (Plaza Janés, 2020) que había vivido tres “situaciones covid” en su vida. Dos de ellas –una enfermedad de joven y un malestar durante en su estancia en Alemania– estaban relacionadas con el coronavirus por algunos de los síntomas físicos pero, la tercera, era de una naturaleza diferente. En lo que se parece a los últimos meses es por la sensación de aislamiento y confinamiento. La sitúa Francisco con su etapa en Córdoba (Argentina) en los años 1990-1992, tras haber sido provincial y rector en la Compañía de Jesús en su país de origen. A mí es la situación que más me impresiona –aunque la más mediática sea la primera que acabó con una operación en la que le extirparon parte de un pulmón–.



“Seguramente alguna cosa buena hice, pero a veces era muy duro”, señala con toda humildad. Como si de un destierro o una condena se tratase, dice con exactitud que pasó en una residencia jesuita un año, 10 meses y 13 días saliendo de casa pocas veces a hacer recados en el correo. “Escribí y recé mucho”, apunta, ya que se sintió “en un rincón de la cancha” como un jugador “suplente” replanteándoselo todo. Hoy relata que “el ‘covid’ de Córdoba fue una verdadera purificación. Me dio mayor tolerancia, comprensión, capacidad de perdón. También me dio una nueva empatía por los débiles y los indefensos. Y paciencia, mucha paciencia, que es el don de entender que las cosas importantes llevan tiempo, que el cambio es orgánico, que hay límites, y que tenemos que trabajar desde de ellos y mantener al mismo tiempo los ojos en el horizonte, como hizo Jesús”. ¿Estoy yo preparado para un confinamiento así? ¿Qué he aprendido (de mí) y rezado yo de estos meses o si acaso del primer encierro? 

La epidemia

El 31 de enero la Familia Salesiana celebra la fiesta de Don Bosco. En las casas salesianas es tiempo de mucha actividad y propuestas de todo tipo y para gente de toda condición. Sin embargo este año, como casi todo, hay cosas que estaban llamadas a cambiar. La fiesta –estamos aprendiendo la lección de los encuentros navideños– no puede ir al margen de aforos, distancias controladas y precauciones en lo que a ventilación y síntomas se refiere. La creatividad se ha puesto en marcha y ha habido propuestas para todos los gustos en los que la cercanía ha sido menos física pero más intensa.

A la vez ha sido una oportunidad para vivir una fiesta de forma más íntima y menos ruidosa. Ha sido una ocasión para descubrir a un Don Bosco confinado y afrontando una epidemia como la que vivió la ciudad del Turín en el verano de 1854 cuando se dio un brote de cólera a pocos pasos de la casa donde el sacerdote ya tenía acogidas a casi un centenar de muchachos en su internado. Ni que decir tiene que la vacuna tardaría 40 años en llegar. El caso del cólera yo lo había oído desde que conocí algunos detalles de la vida del santo, pero no comprendí su alcance hasta que vi enfermos de cólera reales al poco de producirse el terremoto de Haití y comprobé de cerca el deterioro que genera la enfermedad. Precisamente Turín, al norte de Italia, también ha estado desde el principio en el punto de mira por el coronavirus tras Milán.

La mortalidad del cólera en ese momento se estima que estaba sobre el 60%, por ello era muy posible que traspasase de los suburbios donde se había originado a las mejores zonas de la ciudad real. El comercio se detuvo, las tiendas cerraron y los que pudieron escapar huyeron. Incluso unos negacionistas aseguraban que la gente no fallecía de cólera sino que los médicos daban un agua envenenada para acelerar la muerte. En una casa humilde como la de Don Bosco, por supuesto sin agua corriente, llama la atención ver las medidas que se tomaron inmediatamente y que hoy, 167 años después, han generado tantos quebraderos de cabeza. Y es que por primero que se establece es un confinamiento, un cierre total.

El en el Oratorio de Valdocco, siguiendo los consejos de los expertos, las ventanas estaban abiertas el máximo tiempo posible para ventilar, se establecieron turnos extra de limpieza de lugares comunes (dormitorios, aulas, cocina, capilla, patios, talleres…), se separaron las camas entre sí, se implantaron nuevas rutinas de lavado de manos (incluso con jabón)… y Don Bosco estableció una serie de turnos de oración entre los colaboradores del sacerdote y los propios jóvenes para para encomendar a todas las víctimas de la epidemia y los que estaban cuidando de ellas. Una medida que sostiene con tanto cuidado como las demás.

Para Don Bosco no era suficiente estar encerrado en casa y velar para que se aplicasen las medidas de prevención para que el brote no entrara en el Oratorio. La epidemia sigue desbordando las previsiones y las autoridades hacen un llamamiento para reclutar voluntarios que puedan ayudar con los miles de casos a los que la sanidad no llegaba. Los camilos, capuchinos, dominicos y Oblatos de María ofrecieron sus servicios y los párrocos recordaban los avisos de las autoridades. El 5 de agosto Don Bosco habla con los jóvenes mayores y les confiesa que se va a ofrecer como voluntario. 14 jóvenes le pedirán poder ir con él, 30 al día siguiente. Entre ellos están los que 5 años después conformarán el primer grupo de salesianos. Entonces les dice: “Si nos mantenemos en gracia de Dios, llevamos al cuello esta medalla de la Virgen que les estoy dando, estamos atentos a las indicaciones, y antes de salir rezamos juntos, les prometo que ninguno se enfermará”. Y se cumplió.

Por parejas harán tareas de apoyo en los hospitales, en la atención de los pacientes solos y aislados en sus casa o recogiendo personas enfermas o cuerpos abandonados por las calles. Lo hacen con máscaras de tele y siempre dotados de vinagre como desinfectante. Don Bosco les había recalcado que si se quedaban sin vinagre, tenían que volver al Oratorio inmediatamente, a reponerlo y poder continuar. Mientras, los más pequeños en el Oratorio no desatienden la oración. La higiene es fundamental para frenar los contagios y por ello siempre se necesitan más sábanas. En el Oratorio han donado todos los manteles y sábanas a su alcance. La madre de Don Bosco, Margarita, incluso entrega a unos jóvenes voluntarios los manteles del altar de la capilla e incluso algunos de los ornamentos para poder atender a los enfermos. Encarnando el evangelio y eso que inicialmente las cifras eran para derrumbarse, en la cercana parroquia de San Joaquín –todavía existe hoy–, 800 personas se vieron afectadas en un mes ya había muerto 500 fieles.

Cuentan que el trabajo de los chicos fue tan extraordinario, que fue reconocido por las propias autoridades y los periódicos de Turín que estaban pasando por un momento que no era precisamente de simpatía a las labores de los clérigos. Pero, la historia no se queda ahí. En otoño el brote cesó y llegó la reconstrucción. Las autoridades confiarán a Don Bosco la atención de casi una centenar de huérfanos de la pandemia en su casa. El santo abrió las puertas de su casa y pondría todo su empeño para que nadie les privase de la experiencia de un ambiente de familia. Más allá de las certezas económicas, de las políticas cortoplacistas o de los temores paralizantes. Una lección de que quedarse con los brazos cruzados no sirve.