Covid-19, cinco años después (IV)


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El Covid-19 fue una tragedia planetaria, que golpeó con especial virulencia a las sociedades envejecidas, cuyas autoridades fracasaron en aplicar las contramedidas posibles en tiempo y forma, o en la gestión de los recursos que existían. Esta tragedia, que devastó nuestro país durante meses, tuvo tres actores principales: los pacientes, sus familiares y el personal sanitario que les atendió en primera línea. Sin embargo, como fenómeno global, afectó a toda la población en mayor o menor medida.



Aunque es probable que nunca se sepa con precisión, la enfermedad se llevó de forma directa a decenas de miles de españoles; hay estimaciones publicadas en revistas científicas de prestigio que aumentan esta cifra hasta los centenares de miles. De forma indirecta, por retrasos en diagnósticos y pérdida o demoras en el seguimiento de patologías crónicas, a varios centenares de miles más.

Estaban solos

Una vez ingresados, los pacientes estaban solos, con el teléfono como única conexión con el exterior, siempre que supiesen y pudiesen utilizarlo. Muchos ancianos eran incapaces. La vulnerabilidad era máxima, la soledad del paciente impresionaba incluso a los sanitarios más experimentados. La comunicación se reducía a los momentos en que se pasaba visita, o en que las enfermeras y auxiliares entraban a dar cuidados, a través de mascarilla y pantalla.

Al no estar acompañados por familiares, las llamadas telefónicas para informar se convirtieron en parte del trabajo clínico, en una penosa rutina en que había que dar malas noticias –algo de por sí siempre difícil– a través de un medio impersonal, sin poder confortar con la mirada, con un gesto. Escuchar cómo un familiar se derrumbaba y prorrumpía en sollozos al otro lado de la línea se convirtió en frecuente. Era raro el día en que no había que transmitir un fallecimiento, un empeoramiento o la necesidad de un ingreso en la UCI.

En la segunda oleada (a partir de agosto 2020) se aceptó que un familiar permaneciese con el paciente, siempre que no entrase y saliese de la habitación; dado que todavía no teníamos vacunas, había que intentar limitar la diseminación del virus. Así, el familiar que aceptaba esas condiciones se quedaba con el paciente hasta que se iba de alta por mejoría o fallecimiento. Muchos se infectaban. Los familiares nos dieron, día tras día, un ejemplo de sacrificio y abnegación.

Con las visitas prohibidas

Durante meses, las visitas en los hospitales fueron prohibidas, hasta que los números de ingresados e infectados se redujeron unos meses tras el inicio de la campaña de vacunación. Cuando una ambulancia se llevaba a un paciente, o ingresaba desde urgencias, era imposible saber si se le volvería a ver.

Por lo general, salvo excepciones, el personal sanitario clínico se entregó en cuerpo y alma a la atención de los pacientes con Covid-19, cada uno en el lugar donde trabajaba. El personal no asistencial se quedó en su casa o se recicló en tareas asistenciales tales como laboratorio y radiología. Dado que no podían celebrarse sesiones ni reuniones, tuvimos una intensa sensación de soledad. Convivimos con el miedo a contagiarnos y, sobre todo, a contagiar a otros, quizás más vulnerables que nosotros (padres, abuelos, hermanos mayores).

Médico general

Cada persona puso en juego sus recursos humanos y espirituales para transitar por la tragedia. Incluso en revistas científicas se mencionó lo difícil que era sobrevivir sin acudir a algún tipo de fe o trascendencia. Los creyentes pusimos nuestro presente y futuro en manos de Dios y, apoyados en nuestra fe, recorrimos “el valle tenebroso de las sombras de la muerte”. No fue nada fácil, y el recuerdo resulta doloroso aun hoy.

Malas noticias y peores realidades

Fueron los meses del confinamiento, tomados al principio como inevitables y, conforme fueron avanzando, como una pesadilla mal gestionada y prolongada más allá de lo tolerable. Eran tiempos de malas noticias y peores realidades. Cada persona tendrá sus propios recuerdos; en mi caso, sin ser afectado por las cortapisas a la movilidad al pertenecer a un colectivo de trabajadores esenciales, consisten en caminar por una ciudad en silencio, cruzándome con personas también silenciosas que se dirigían a sus trabajos sin formar grupos, sin hablar unos con otros. También a la ausencia casi completa de tráfico; solo algunos taxis y las ambulancias que traían y llevaban pacientes a los servicios de urgencias, recorriendo con las sirenas encendidas calles desiertas.

En un intento de preservar la sanidad mental, nuestro cerebro bloquea recuerdos, sinsabores, pesadillas. Por eso es lógico que apenas rememoremos días que fueron dolorosos. Sin embargo, conviene no olvidar y analizar qué ocurrió para intentar evitar un episodio similar en el futuro.

Ahora, a los cinco años tras el inicio de la pandemia, casi nadie recuerda el sacrificio de quienes les cuidaron. Aunque la ciudadanía en general respeta al personal sanitario, las agresiones son frecuentes y van en aumento. Por no mencionar el desprecio que el actual Gobierno muestra hacia los médicos y que ha motivado la convocatoria de una manifestación el 22 de marzo en Madrid, y quizás de una jornada de huelga en mayo.

Aprendí mucho

Sin embargo, aun cuando los recuerdos son dolorosos y, si pudiese elegir, no volvería a vivir una pandemia, debo reconocer que aprendí mucho como médico, como cristiano y como persona. Acompañé lo mejor que supe y pude la vulnerabilidad de mis semejantes, y conviví con la mía propia. Contemplé cómo se tambaleaba uno de los sistemas sanitarios más desarrollados del mundo y quedaban expuestos sus puntos débiles y carencias.

Aunque ya lo sabía, constaté que incompetencia y soberbia son causa de que una crisis se convierta en tragedia, provoque cientos de miles de muertes y conduzca a una catástrofe sanitaria, social y económica.

Con estas reflexiones concluyo por el momento las entradas sobre la pandemia que asoló nuestro mundo y provocó tantos sufrimientos. Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos y por este país.