Desde un punto de vista clínico, el Covid-19 se convirtió en una enfermedad más, si bien resultaban desconcertantes no pocos aspectos. Ignoramos por qué personas sanas desarrollaban un cuadro clínico crítico, mientras que otras con factores de riesgo no presentaban complicaciones. Tampoco resultaba fácil de comprender que las vacunas no protegiesen de la transmisión, aunque sí protegían de la gravedad. No sabemos por qué en algunas personas el cuadro es prolongado, o tienen secuelas, aunque de hecho este es un fenómeno compartido por otras muchas enfermedades infecciosas (el síndrome de fatiga postinfecciosa se conoce desde hace décadas).
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La producción científica al hilo de la enfermedad ha sido abrumadora, con centenares de miles de artículos, desplazando los campos habituales (SIDA, oncología). Puede decirse que la ciencia se “covidizó”, aun cuando el volumen de publicaciones se ha ido reduciendo y ya se han cerrado las secciones que las revistas especializadas, en formato libre, dedicaron a la enfermedad.
“Infodemia”
Durante los momentos álgidos de la pandemia se acuñó el término “infodemia”, consistente en un aluvión de informaciones, no pocas de ellas falsas (“fake news”). Por eso era clave elegir qué se leía, quién lo firmaba y qué datos proporcionaba. Era más importante que nunca ceñirse al método científico y cribar los estudios bien diseñados de los incompletos e inconsistentes (en uno de estos se apoyó el uso de la hidroxicloroquina al principio de la pandemia; nunca se demostró utilidad alguna en estudios mejor realizados, antes bien producía numerosos efectos secundarios, algunos graves).
Podría extenderme en temas clínicos que condicionaron mi vida durante meses, pero no creo sea éste el momento ni el lugar. Por ello, describiré algunas facetas del aspecto logístico de la pandemia. La respuesta ante cualquier enfermedad necesita 4S (space, stuff, staff, systems), que en español podría expresarse como 3E+1I: espacio, equipamientos, equipos humanos, e informática. Al principio, muy pocos sanitarios en España dispusimos de los medios adecuados, o fueron precarios, o mal utilizados. Lo he escuchado de diversas fuentes y testimonios, si bien no fue mi experiencia personal, al menos en lo concerniente a espacio y equipamiento.
En el hospital donde trabajé durante la primera oleada, nunca faltaron mascarillas ni pantallas; quizás no las mejores o más funcionales, pero en ningún momento me sentí desprotegido al atender a pacientes Covid-19. La organización de la asistencia era problemática y compleja, vista desde hoy mejorable, pero en el momento inicial la incertidumbre era elevada y los interlocutores válidos casi ausentes.
Angustia y frustración
Los hospitales se organizaron lo mejor que pudieron y supieron para atender los centenares y miles de infectados, muchos de ellos en estado crítico. Los equipos de protección individual escaseaban, así como los respiradores y camas de críticos, lo que generaba angustia y frustración. Se ejerció con medios limitados, aplicando escalas de gravedad para seleccionar a los pacientes que podían ingresar en UCI. Resultó muy doloroso; aun hoy es un terrible recuerdo para muchos de nosotros.
La asistencia clínica a pacientes sin Covid se vio interrumpida; se suspendieron las visitas en consultas externas y las exploraciones no urgentes; toda cirugía que no fuese una emergencia y cualquier actividad hospitalaria que no perteneciese a la pandemia. Así, se cancelaron reuniones científicas y sesiones clínicas, docencia, comisiones de estudio, programas preventivos. Las consecuencias de las demoras diagnósticas y terapéuticas fueron devastadoras, sobre todo en el campo de la oncología. Conforme la pandemia evolucionaba, los diagnósticos de algunos cánceres se realizaban en etapas avanzadas, con escaso margen de maniobra.
La herramienta diagnóstica principal fue la famosa PCR, a partir de muestras tomadas de la rinofaringe, mediante un palito que se introducía por la nariz. En los primeros momentos no había kits rápidos, de modo que todas las muestras se enviaban a los hospitales principales, con las consiguientes demoras. Me consta que, al menos en Zaragoza, no se aprovecharon numerosos laboratorios que podían realizar la prueba, teniendo en cuenta que es un procedimiento rutinario en laboratorios de biología, bioquímica, veterinaria, tanto públicos como privados.
48 horas de zozobra
Así que, entre la toma de muestra y el resultado, podían pasar hasta 48 horas de zozobra. Se realizaba PCR al ingreso, al alta, antes de devolver al paciente a su residencia, antes de una cirugía… Hasta que se demostró que era innecesario porque, a partir de un cierto umbral, el enfermo ya no contagiaba la enfermedad; de hecho, el virus podía permanecer detectable durante semanas y meses, sin consecuencia para el paciente o sus convivientes.
Salas enteras del hospital se dedicaron a pacientes con Covid-19. Los médicos no implicados de forma directa en la asistencia se sintieron desplazados, incluso inútiles; algunos colaboraron como pudieron, convertidos en telefonistas.
Durante semanas, apenas hubo enfermos en los servicios de urgencias, el miedo al contagio disminuyó la asistencia de forma drástica; lo cual demuestra que, o bien no acudía quien debía (personas con enfermedades graves se quedaron en su casa o solo fueron cuando no aguantaban más), o hasta entonces acudían a urgencias personas con patologías banales, o solo por conveniencia. Una vez superado el pico de pandemia y perdido el miedo, las urgencias hospitalarias vuelven a estar atestadas.
Solo podíamos confiar en nosotros
Estos son algunos de los aspectos logísticos que vivió un médico asistencial como yo durante la pandemia. Conforme pasó 2020 y llegó 2021, los conocimientos habían mejorado, la organización de los hospitales fue más racional y fuimos recuperando actividades que habían quedado canceladas o sido postergadas. Sin embargo, nada volvió a ser como antes: habíamos sabido qué significaba ejercer en condiciones extremas, nos quedaron cicatrices indelebles y supimos que solo podíamos confiar en nosotros mismos y nuestros conocimientos, dedicación y abnegación.
En una futura entrada comentaré aspectos psicoafectivos de los tres actores de esta tragedia: pacientes, familiares y personal sanitario. Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos y por este país.