La semana pasada hablábamos de cómo algunos cristianos (minoritarios, claro está), contagiados por las políticas de identidad que priman en esta sociedad, en lugar de considerar que todos somos hermanos, imagen de Dios y por lo tanto iguales en dignidad, insisten en que su identidad como cristianos los diferencia de los demás y los pone por encima del otro. Rompen con esa buena noticia de que Dios quiere a todos de manera generosa y gratuita, y piensan que el amor de Dios es asimétrico, que quiere más a quienes hacen lo que él desea que a quienes no lo hacen.
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Además del contagio de un ambiente generalizado que insiste en lo identitario, hay otra confusión que se da con frecuencia entre quienes así piensan. Me refiero a confundir los hechos o las acciones con las personas que los hacen. Porque sabemos que hay cosas que son reprobables, que no deberían hacerse. Cada vez que rompemos el lazo nuestros hermanos y nos alejamos de ellos, estamos rompiendo a su vez nuestra relación con Dios, alejándonos de Él y, por tanto, pecando.
Sí, sabemos que hay cosas que no son buenas ni para quien las hace, ni para quien recibe sus consecuencias negativas, ni para la sociedad. Pero eso no invalida que la persona que así actúa. Ella sigue siendo imagen de Dios e igual en dignidad a alguien no tiene esos comportamientos. No hay más que recordar la mujer adúltera que va a ser apedreada (Juan 8, 1-11). Jesús la consideró como otra persona igual a quienes la juzgaban: “Quien de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra”. Porque todos somos iguales en dignidad y todos somos pecadores. No somos perfectos, no estamos sin mancha.
La redención
Jesús acaba diciéndole “Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no vuelvas a pecar”. Es decir, le invita a no volver a hacer lo malo que ha hecho, pero la quiere como persona, la perdona, sabe que somos débiles. Y esto es clave, no podemos confundir la actuación con la persona. Lo que está mal hecho debe ser corregido, hay que intentar evitarlo, pero la persona es siempre imagen de Dios, es siempre igual en dignidad a nosotros. Nuestra identidad, nuestro buen comportamiento, no nos hace más que los otros, no quiebra esa igualdad en dignidad de todo ser humano que es querido con la misma intensidad por un Dios todobondadoso.
Y esta es la base del diálogo interreligioso, del anuncio de la buena noticia, de la redención que nos promete Jesús. Aunque pensemos que el otro pueda estar equivocado, eso no lo hace indigno, sino que, como persona, sigue teniendo la misma dignidad que nosotros. Por eso es digna de ser escuchada, de ser querida, de ser perdonada, de ser considerada. Esta es la radicalidad del evangelio, esta es la buena noticia, eres querida por Dios hagas lo que hagas, pienses lo que pienses, seas quien seas. Cuando entendemos esto, nos damos cuenta que nuestro ser cristiano no es una identidad que nos hace mejores, sino que nos lleva a amar más.