Cómplices y alternativos


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El título lo he entresacado de la lectura del sencillo y, además, profundo libro que D. Juan María Uriarte ha escrito sobre ‘El Espíritu Santo, vida para la Iglesia y el mundo’. He navegado sobre sus páginas y sentía como se me llenaban los pulmones de brisa fresca, quizás como el viento impetuoso del día de Pentecostés, que te anima a seguir luchando. Si no lo has leído, te invito a hacerlo.

Pasó ya el tiempo de las confirmaciones, ese espacio entre abril y junio, donde vuelves a ver las iglesias llenas de matrimonios jóvenes y de una variopinta chavalería. Dos, incluso tres, años de catequesis llevan a esta incipiente juventud a recibir el sacramento con el que decimos que concluyen la iniciación cristiana.

Pero la pregunta es: ¿Iniciados a qué? ¿Seguro que perfeccionan algo que casi no han comenzado? ¿Vale la pena el esfuerzo que hacen sus catequistas (a veces ante grupos indomables) para llegar al grado de conocimientos que adquieren? Y esto, sin hablar de los fracasados intentos para que vivan su fe en coherencia y entrega: donde se inicien realmente a la realidad de Dios, a la necesidad de la oración, el servicio y la entrega a los demás, al sentido de pertenencia a Iglesia, a la vivencia de los sacramentos, para que sea una realidad, al menos incipiente en sus vidas. Esto es ya para matrícula de honor.

Un sacerdote dando la Comunion durante una Misa

El Espíritu, con su aliento, mueve la nave de la Iglesia, pero si no remamos a una, si no coordinamos las distintas tareas, si no marcamos un rumbo, si ni siquiera desplegamos las velas, ya puede soplar todo lo que quiera. La barca dará vueltas sobre sí misma, sin avanzar un palmo, que es lo que muchas veces nos pasa. Terminamos mareados, desgastados y sin puerto, también en nuestras catequesis.

No puede ser que muchos de nuestros catecismos sean del tiempo de “la movida”, como si nada hubiera cambiado en los últimos 40 años o, incluso algunos, de antes del Concilio Vaticano II, aunque les hayan imprimido de nuevo, con fotos de colores. La sociedad cambia brutalmente y sin pausa, mientras algunos de nosotros (me refiero a los curas y catequistas) permanecemos impasibles en la tabla del cuatro, que aprendimos en nuestros primeros años de ministerio.

Tenemos que cambiar el chip todos. Los obispos, los párrocos y los catequistas, sentándonos a analizar nuestras catequesis (incluso también la pastoral), buscando dar respuestas alternativas que lleguen al corazón y aprendiendo más de la inculturación de los primeros pasos de la predicación evangélica. Se impone la formación y renovación de los catequistas, que no es nada fácil, y agradecida debe estar la comunidad parroquial por el tiempo y la labor que desempeñan, pero no todo puede ser buena voluntad. Además, debemos luchar por una vuelta a la Palabra de Dios como centro de la evangelización, para no perdemos en la superficialidad de las cosas y de los acontecimientos. Y, sobre todo, no olvidar que el catequista, es el verdadero catecismo.

Cuánta labor nos queda todavía por hacer mientras se abre más la grieta generacional entre los que somos y nos sentimos Iglesia. ¡Ánimo y adelante!