Como una herida que sana


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Ayer fui a visitar a las Madres Clarisas, la verdad que siento cierto dolor por su partida después de unos seis siglos entre nosotros, pero comprendo que las cinco hermanas enfermas y ancianas necesiten mayor calidad de vida. Han entregado su existencia a Dios y además se han matado a trabajar para poder subsistir y poder pagar su seguridad social, como ellas me han contado. Se encontraron hace ochenta años con un monasterio bombardeado y tuvieron que levantarlo, como la mayoría de vecinos levantaron sus casas. Hicieron sutiles bordados, mantelerías y juegos de cama, cuando estas cosas se llevaban entre las casamenteras, después trabajaron para una fábrica de juguetes, la huerta y pequeñas tareas para poder subsistir desde la pobreza, pero con dignidad.

Pero hace ya algunos años que decidieron marcharse, aun así, nuestro anterior obispo escribió a 160 monasterios de Santa Clara a ver si podían venir algunas de apoyo y así mantener abierta la casa. Todas las contestaciones fueron negativas. Ahora con el último documento del Papa Francisco que dice que en los monasterios cada comunidad no ha de tener menos de 8 hermanas y, además, que al menos la mitad sean jóvenes y gocen de buena salud, pues era el momento de marchar. Este dolor de tener que cerrar los monasterios de clausura se extiende por todas las diócesis de nuestra geografía. El año pasado en España se fueron cerrando como un goteo tres cada mes.

“No tenemos derecho a quejarnos”

La decisión de marchar a otro monasterio ha sido un proceso lento y bien llevado por las hermanas y sus superioras y en todo este camino el obispo diocesano no tiene más que aprobar lo que ellas propongan. Las clarisas han demostrado una exquisita espiritualidad de desprendimiento y pobreza evangélica a la hora de hacer el discernimiento. A veces comentaban: “también muchos padres ancianos tienen que abandonar sus casas, o la de sus hijos, para ir a una residencia y aunque sientan dolor no hacen un drama de ello, nosotras que vamos a casa de nuestras hermanas no tenemos derecho a quejarnos”.También saben que para resucitar es necesario morir.

A ellas les cuesta entender el revuelo de algunas personas. No saben por qué algunos preguntan sólo por las cosas: el templo, el Sagrado Corazón, o algunas otras imágenes…, pero no suelen preocuparse por ellas; como si ellas sólo estuvieran allí para el cuidado de las cosas. Pocos se preguntan qué pasará a nuestra iglesia diocesana cuando se va quedando sin comunidades contemplativas, qué pasará cuando unas monjas que rezaban y se preocupaban por nosotros se marchan porque no hay nadie que las sustituya, porque las vocaciones contemplativas no se pueden sustituir por las de vida activa. Son dos cosas diferentes, dos caminos del espíritu distintos.

¡Adiós hermanas!

Ahora al obispo le toca ver cómo se puede mantener y cuidar la iglesia con tanto primor como ellas lo están haciendo. Quién va a soportar la economía de la calefacción, la electricidad, la limpieza, los deterioros… que hasta ahora mantenían ellas. Qué laicos se pueden comprometer a visitar al Santísimo, pues muchas horas permanecían ellas, para que no se quedara solo. Quién va a atender a los pobres que tantas veces pasaban por su torno, y siempre tenían una palabra de comprensión y una pequeña ayuda compartida desde su pobreza. Es más fácil exigir que dar. Lo malo es que a veces algunos se creen con derechos que no les pertenece y que en silencio y sin pedir nada a cambio, ellas nos han ido dando con una sonrisa en los labios.

¡Adiós hermanas! Muchos en Teruel, los que os miran con ojos limpios, los que no piden nada a cambio, los que iban a encontraros en vuestro locutorio pidiendo un consejo o manifestando un desahogo, los que en la soledad de vuestro templo oían vuestras toses ocultas y se sentían acompañados como en un trocito de cielo, los que os han dado una limosna porque sabían que acabarían en mejores manos, los que han compartido sus fiestas familiares llevándoos unos pasteles, los que estábamos seguros de que rezabais por nosotros… todos, os echaremos de menos. Aunque sabemos que es una herida que sana.