Trinidad Ried
Presidenta de la Fundación Vínculo

Almas de piedra


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Cuesta visualizar cómo es nuestra alma, pero quizás una imagen cotidiana nos puede ayudar. Probablemente, muchos han visto esas rocas grandes y erosionadas por el tiempo a la orilla del mar. Están llenas de grietas, de cuevas, de habitantes misteriosos, de resiliente vegetación, de fracturas profundas, de nidos de aves y del constante ir y venir del océano.



Así como las piedras nacieron hace millones de años, nuestra alma también se remonta a las entrañas de Dios y es un misterio el recorrido que ha hecho hasta llegar a la conciencia que tenemos hoy. Podremos recoger algunos vestigios de ella en nuestros ancestros y terruños, pero siempre quedarán “elementos” desconocidos y silentes que solo saldrán a la luz con nuevas fracturas.

La complejidad nos pertenece

Al observar las moles estacionadas en los acantilados de la costa, vemos infinitas grietas, hendiduras, recovecos, figuras talladas por el agua y por el tiempo como si fuesen de arena. Así también nuestra alma es un amasijo de heridas contenidas y otras aún sangrantes; un laberinto de vivencias bonitas y dolorosas que nos esculpen de modo original; un abanico de sucesos, tanto conscientes como inconscientes, que moldean nuestra sensibilidad única. No somos una tabla rasa ni un mármol pulido y brillante; somos un tejido de hermosa complejidad inalcanzable para nosotros mismos y aún más para los demás.

En las piedras de costa solo podemos ver la superficie que rodea el mar, pero tenemos la certeza de que en las profundidades hay mucho más. Como icebergs pudorosos, solo dejan ver lo evidente, pero esconden una base proporcionalmente mucho más grande que lo que podemos mirar. Así sucede con el alma humana. Lo que conocemos, verbalizamos, sanamos o tratamos de administrar es apenas un pedazo de una mole espiritual que explica nuestras reacciones, disposiciones, gustos y afinidad. Al hundirnos en nosotros mismos, algo más podemos conocer, pero aún no tenemos la capacidad ni la ciencia para llegar a la base de nuestra esencia y podernos predecir o explicar.

Lienzo Vida Nueva 10

La resiliencia es nuestra

Si algo conmueve de las rocas aledañas al mar es cómo cobijan vida a pesar de su adversidad. Las mismas grietas se rellenan de tierra y semillas que ha traído el viento y comienzan a conformar un hogar. Vetas verdes tímidas pero hermosas contrastan contra el granito y atraen la atención de otros seres que se suman para conformar un hábitat natural. Lo mismo sucede con nuestra alma, que va rellenando sus heridas con abrazos, consuelos, contención, esperanza y fe, y así va resucitando a la vida y compartiéndola con los demás. El alma siempre busca el camino para seguir, para adaptarse, para aprender y amar con más intensidad.

En los acantilados marinos hay algo que siempre permanece, aunque también está en cambio constante, y es el mismo océano que los baña. A veces, suave y tierno, como acunando a un niño; otras veces, violento y furioso, como un látigo desgarrador; otras juguetón y divertido, hasta coquetón. Todos esos bailes y ritmos acompañan la mole para que no se duerma y se renueve al compás de su respiración. Así también la vida sacude nuestra alma con diferentes olas para revelar nuestra mejor versión. No hay ola equivocada ni marejada que no sea necesaria para nuestra evolución. Cada inhalación debiese ser un recordatorio de estar vivos y cada exhalación un gesto de gratitud por lo que se nos dio. Somos parte de la vida; somos hijos/as de Dios.

La muerte no es opción

Cuando el océano se retira de las rocas, estas no desaparecen ni se pulverizan, pero sí se transforman y con ellas todo a su alrededor. Lo mismo sucede con nuestra alma cuando se le aleja la vida sensible y encarnada que conocemos. La muerte es solo un paso que efectivamente cambia el entorno de los que se quedan, pero en nuestra dimensión espiritual continuamos su periplo en las manos del Señor. Nos entregamos como canteras vivas para que Él saque el mejor provecho para su Reino de Amor.