Trinidad Ried
Presidenta de la Fundación Vínculo

El orgullo divino


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Probablemente, muchos de los que me leen pueden haber vivido algo similar a lo que me pasó ayer. A las diez de la mañana, figuraba en un salón plenario de la universidad de mi hijo, asistiendo a su graduación como ingeniero civil. Al escuchar su nombre y verlo subir al escenario a recibir su diploma, me hice una sola cosa con el orgullo más intenso que se pueda sentir.



Perdí toda inhibición social y aplaudí y grité a rabiar. Mi cuerpo se mandó solo y se puso a llorar de consolación extrema. Mi pecho saltaba como un potro corredor y mi mente se conectó en milésimas de segundo con todo el recorrido vital de mi retoño. Sentía cómo, desde adentro de mis entrañas, manaba una miel inédita, un gozo inefable, una felicidad exultante que me catapultó al mismo cielo con honda emoción. Euforia, dicha, un arcoíris fluyendo del corazón: son imágenes a las que recurro para describir lo que me atravesó.

Un big bang de amor

Fue un big bang de amor… Contemplar el logro y la felicidad de alguien que amas es una explosión de energía que te enciende un fuego interior. El alma se convierte en oro puro, sin vestigios de individualismo alguno que opaquen la relación, y brillas vestido de amor incondicional y donación. Como una epifanía, vienen a la memoria las noches de esfuerzo, lágrimas, desesperanzas y caídas que tuvimos que atravesar. Recordamos también los logros, éxitos, oportunidades y alegrías que nos regaló el camino, desde su gestación hasta verlo ya un hombre hecho y derecho, listo para aportar su don.

Lo compartido no pretende ser una alabanza ni presunción familiar, sino una invitación a reflexionar sobre el orgullo divino y su felicidad. Si nosotros (que somos frágiles y limitados en nuestra capacidad de amar) podemos experimentar algo tan bello con nuestros vínculos, cuánto más podrá sentir Dios Padre y Madre al ver que nuestro recorrido existencial es fecundo y estamos en paz. Quizás, desde aquí comprendemos mejor la parábola de la oveja perdida o la del hijo pródigo, cuando el Señor nos muestra la fiesta del cielo que se produce cuando uno de nosotros elige el camino correcto y vuelve al hogar.

Motivo de orgullo

Preguntarnos con honestidad si Dios está orgulloso o no de nosotros también es una interpelación radical. Ya no se trata de ser bueno o malo, de irnos al cielo o al infierno por obedecer o cumplir, sino de cuánta dicha le podemos ofrecer con nuestro ser y hacer. Quizás, por nuestra autoestima herida o por fracasos y errores personales, se nos dificulta ver esta posibilidad, pero la voz de “tú eres mi amado” confirma que, por el lado de Dios, el amor es eterno y fiel.

madre

Somos nosotros los que nos olvidamos, desviamos y dudamos, cuando Él/Ella jamás nos va a desconocer como sus hijos. Nuestra vida, entonces, no debiera ser otra cosa que una oportunidad para glorificar y alabar todo lo que nos da. Amor con amor se paga, y así se comienza a multiplicar.

Cuánto más

Si nosotros nos hemos desvelado por nuestros hijos/as, los hemos acompañado en sus sufrimientos, los hemos perdonado en sus faltas, los hemos esperado en sus procesos, cuánto más lo ha hecho el Señor por cada uno de nosotros. Si nosotros hemos dado la vida por sacarlos adelante, por darles todas las oportunidades, por cuidarlos, por enseñarles, porque sean mejores personas, cuánto más lo ha hecho Dios desde nuestra concepción hasta ahora. Nuestro vínculo, entonces, ya no se trata de pecado ni obligación, sino de hacer su voluntad como una retribución mínima a tanto amor entregado.

No es un juez a quien dar cuentas, sino un Padre/Madre a quien podemos hinchar de felicidad cada día que nos vea “subir al escenario de la vida” e ir recibiendo diplomas de logros, fraternidad, crecimiento, humildad, alegría o cualquier actitud amorosa hacia la creación, los demás y nosotros mismos.