Qué descansada vida la de aquel que logra huir del mundanal ruido, y busca seguir la escondida senda, por donde han ido los pocos sabios que han sido en el mundo, más o menos, escribía Fray Luis de León, poeta, humanista y religioso agustino perteneciente a la escuela salmantina, allá en la ya muy lejana segunda mitad del siglo XVI, escuela caracterizada por el cultivo de un lenguaje y una expresión conciso, preciso y llano.
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Sobre estas líneas de la canción a la vida retirada, Raimon Panikkar medita partiendo de la idea de que es comprensible suponer que huir del mundanal ruido es más accesible que descubrir el mundanal silencio, ya que es mucho más sencillo continuar una senda ya trazada que aventurarse a crear una nueva; es mucho más factible cerrarse que abrirse.
Diversos pensadores han apostado a la idea, no de huir del mundo como lo pudieron plantear los grandes místicos cristianos, sino de buscar los caminos para transformarlo, mejor todavía: transfigurarlo, ya que esto, más que redimirlo, podría significar la posibilidad de resucitarlo.
Hay que encontrar el silencio, dirá Panikkar, y crear la senda. El descubrimiento de una especie de secularidad sagrada se podría advertir como un catalizador para que la transformación no sea tan solo un cambio de vestido, una nueva moda. Nos estamos refiriendo a una entrañable mutación histórica.
Del mundanal ruido
El hombre moderno vive y se ha acomodado muy bien —al parecer— a un mundo ruidoso. Ruido que trepida, no solo en esta espesa jungla tecnocrática de la modernidad y posmodernidad, cuyo reino suele estar en lo exterior del hombre, sino también en su interior. Algunos pensadores han planteado que la búsqueda debe emprenderse en la transformación de ese bullicio exacerbado en silencio, “de la bullanga del burbujeo de la ebullición trepidante, en el acallamiento de los ruidos externos e internos”, puesto que todo ello, a pesar del escándalo, pertenece al arte de vivir, es decir, a la sabiduría, destaca Panikkar.
Los pocos sabios que en el mundo han sido huían del mundanal ruido debido a que, a fin de cuentas, despreciaban este mundo porque lo consideraban efímero, vacío, inicuo, intrascendente. No lograron ver lo que podría ser una secularidad sagrada. La defensa de la sacralidad del mundo se presenta como la religación de los campos que conforman la tradición dualista dentro de la cual hemos crecido, pero, claro está, sin confundirlos.
La crisis de una religión ultramundana, afirmará Panikkar, no se resuelve con la permeabilidad entre lo divino y lo mundano, sino con el reconocimiento y la experiencia de la personal relación de ambas dimensiones de la realidad en el mismo hombre, punto donde cielo y tierra se acarician amorosamente.
El silencio no es vacío
El hombre moderno terminó asumiendo al silencio como expresión de vacío o de ausencia, comprendiéndolo como todo aquello que se opone, de alguna manera, a la palabra, tal y como fueron asumidos el cuerpo y el alma, no como instancias complementarias de la plenitud, sino como enemigos irreconciliables.
Da la impresión de que, para el sentido común, ninguno de estos universos logra tocar, mucho menos suponer que puedan acariciarse en las oscuridades del misterio humano, ni siquiera la posibilidad de suponer que comparten el aire en el mismo borde de la realidad. En un extremo, la totalidad inteligible del lenguaje, de las cosas, todo lo nombrable. En el otro extremo, más bien, en el extremo del otro extremo, bien lejos y oculto, aquello que señalamos como la nada, la ausencia total expresable, aquello más allá de toda significatividad, el silencio.
Esta dualidad abrió las compuertas al olvido del silencio, cuya consecuencia es detonar una crisis de la palabra; en tal sentido, la palabra, que ya no está anclada en el silencio, pierde su función. Por ello, la palabra dejó de comunicar y, al hacerlo, dejó de alimentar la posibilidad de comunión entre los seres humanos; ya no tiene capacidad ni posibilidad de crear comunidad. En consecuencia, deja de aportar brillo y luminosidad a la vida. La palabra, cuando se construye de espaldas a su origen auténtico, no ofrece ya una base digna de confianza sobre la cual las personas puedan moverse hacia el encuentro, su encuentro y el nacimiento de la sociedad. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y aprendiz del Colegio Mater Salvatoris