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Hijas de la madre Tierra

Hijas de la madre Tierra

En 2005, en el corazón de la selva amazónica, la hermana Dorothy Stang fue asesinada de seis disparos. Denunciaba la deforestación ilegal, luchaba por la justicia ambiental como un derecho humano, defendía a los campesinos pobres y daba cursos para formar a las mujeres, ayudándolas a tomar conciencia de sus derechos sociales y de las políticas públicas sobre salud, maternidad y sexualidad. Tenía 73 años, había nacido en Estados Unidos y llegó a conseguir la ciudadana brasileña.



Todos la conocían como Irmã Dorote. Vivía entre la gente, hablaba su lengua, plantaba árboles y educaba en el cuidado de la Tierra. Su historia vuelve a la memoria en este mes de noviembre, en el que se celebra el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, y tiene lugar además la conferencia mundial sobre el clima más importante de la década en un escenario profundamente simbólico: la Amazonía, el pulmón verde del planeta atacado cada día por saqueos, incendios y extractivismo ilegal.

Hay un paralelismo que nos interpela con fuerza. Un cuerpo femenino, el de la Tierra, herido como lo están tantos cuerpos de mujeres. Dos heridas distintas, pero nacidas del mismo paradigma: un modelo de dominio que reduce al otro a un objeto que se puede consumir, explotar o poseer. De esta toma de conciencia surge una de las fuerzas más profundas de cambio. Para muchas mujeres, el cuidado de la Tierra no es solo una responsabilidad ética o espiritual, sino una práctica cotidiana, una forma de resistencia, un acto político. El compromiso ya no se limita a los espacios separados de la militancia tradicional, sino que se traduce en acciones concretas en los territorios afectados por la degradación ambiental. Es la misma energía que las impulsa a defender sus cuerpos, sus comunidades, sus tierras.

Memorial por la misionera estadounidense Dorothy Stang, asesinada en 2005 en la Amazonía brasileña

Mientras Brasil ha acogido este mes en Belém la COP30, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2025, y los grandes líderes del planeta se han reunido para decidir el futuro climático global, surge con fuerza una pregunta: ¿qué lugar ocuparán las mujeres en estas decisiones cruciales? La cuestión no es secundaria. Las mujeres representan el 70 % de las personas pobres del mundo y son las primeras en sufrir los efectos devastadores del cambio climático. Y en las mesas internacionales de negociación su voz sigue siendo ignorada o marginada, en debates dominados por hombres con la mentalidad que ha separado artificialmente a la humanidad de la naturaleza transformando la Tierra de patrimonio común en recurso a explotar. Los movimientos de mujeres de todo el mundo trabajan para que Belém marque un punto de inflexión.

Desde la Amazonía llega uno de los testimonios más poderosos de resistencia. En el corazón palpitante de la selva, donde cada árbol talado es una respiración menos para el planeta, una red extraordinaria de mujeres está escribiendo una de las páginas más inspiradoras del activismo ecológico contemporáneo. Son las activistas de la Red Eclesial Panamazónica (REPAM) y las comunidades locales que han hecho de la defensa de la Casa Común su misión cotidiana.

Activistas

Para estas mujeres, la protección de la selva alcanza cada aspecto de la vida. Su activismo se alimenta de la energía vital del bosque, del murmullo de los ríos y del canto de los pájaros. Cada gesto de defensa ambiental se convierte en un acto político concreto, en una práctica de cuidado colectivo. Desde la Amazonía llegan muchas voces poderosas. La de Patricia Gualinga, defensora de los derechos humanos de las mujeres y de los derechos indígenas del pueblo kichwa de Sarayaku, en Ecuador. La de Juma Xipaia, líder del pueblo xipaya y primera mujer en ocupar el cargo de jefa de la región del Medio Xingu, en Brasil. La de Giovanna Llerena Alfaro, que desde hace años vive entre las comunidades indígenas del Bajo Urubamba, en Perú, trabajando con los matsigenkas, asháninkas, kakintes y nantis. Y muchas otras que, a lo largo de los ríos llegan a comunidades aisladas para ofrecer apoyo concreto y denunciar con valentía la contaminación de las aguas, la deforestación salvaje y las dificultades de acceso a los recursos esenciales.

Esta revolución no se limita a la Amazonía. En África, Wangari Maathai demostró que plantar árboles podía ser un acto revolucionario y de pacificación, tanto que recibió el Premio Nobel de la Paz en 2004. Para ella, cada semilla era un gesto de esperanza concreta para el futuro. Hoy, en todo el mundo, mujeres valientes lideran la lucha por la justicia climática, haciendo del cuidado ambiental un activismo integral. Líderes como las indígenas Sônia Guajajara en Brasil y Joan Carling en Filipinas, o como Vandana Shiva en la India, predican desde hace décadas una relación armoniosa con la naturaleza.

Pensamiento del cuidado

¿Qué une a todas estas mujeres? La capacidad de ver más allá del beneficio inmediato, de pensar en términos generacionales, de concebir la Tierra no como una propiedad, sino como una herencia colectiva que debe ser protegida. Es lo que los estudiosos llaman “pensamiento del cuidado”: una forma de pensar que privilegia las relaciones, la sostenibilidad y la vida misma, por encima de la acumulación de riqueza. Es esencial que las voces femeninas no sigan siendo marginadas en los procesos de decisión, porque la crisis climática es una crisis de representación.

Allí donde las mujeres tienen voz en las decisiones medioambientales, los resultados en términos de sostenibilidad son mejores. Según la FAO, los bosques gestionados por comunidades locales con una fuerte presencia femenina presentan tasas de deforestación un 36% menores que aquellos bajo control gubernamental o privado. Las cooperativas agrícolas dirigidas por mujeres en Kenia han aumentado su productividad entre un 20% y un 30% gracias a la adopción de técnicas de agricultura sostenible, según datos del Banco Mundial.

En los proyectos de gestión del agua en la India, donde las mujeres ocupan puestos de decisión, la eficiencia en el uso de los recursos ha sido un 40% superior a la de los proyectos gestionados exclusivamente por hombres. El desafío ahora es transformar estas experiencias locales en políticas globales. La COP30 es una ocasión crucial para dar un espacio a estas voces como protagonistas de las decisiones. Porque el cambio climático no puede afrontarse sin la plena participación de quienes sufren sus consecuencias y han desarrollado estrategias innovadoras para combatirlo.

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