En ocasión de recibir en audiencia a una delegación de la Universidad de Notre Dame, de los Estados Unidos, el papa Francisco, partiendo de una cita del beato Basilio Moreau, fundador de la Congregación de la Santa Cruz, en la cual destacaba a la educación cristiana como aquella que busca conducir a los jóvenes a su plenitud, nos advirtió de la existencia de tres lenguajes humanos: de la cabeza, del corazón y de las manos. Precisamente allí, en la armonía de esos tres lenguajes, es donde se encuentra el secreto de la educación.
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Acercándose a una idea acariciada por Unamuno, el papa Francisco advirtió que la educación debe buscar que uno piense lo que siente y hace, que uno sienta lo que piensa y hace, que uno haga lo que siente y piensa. En ese equilibrio, el hombre alcanza a tener una visión mucho más clara de su horizonte, más clara y honda. Una visión que le abre a la realidad el sentir cómo hormiguea la vida en sus venas. Que le hace palpable un amor hacia el misterio imbuido en las cosas, más allá de todo cálculo y certeza, desnudando ante sus ojos llenos de asombro el enigma oscuro de la eternidad.
Pensar y hacer, dos lenguajes conocidos
Dos de los tres lenguajes que señala Francisco son harto conocidos por el hombre actual. Los lenguajes de la cabeza y las manos han sido fundamentalmente quienes han contado la historia del hombre moderno. El progreso fue entendido desde la gramática que desbordan estos dos lenguajes. Lenguajes que, efectivamente, resultan imprescindibles para la experiencia humana del conocimiento, pero que, por sí mismos, pueden desviarse hacia derroteros que culminan atentando contra el propio hombre. El lenguaje del cerebro, magnífico sin duda, pero sin acceso a un universo de posibilidades, pues se encuentra atado a la realidad concreta.
El lenguaje de las manos puede construir mundos, pero también concretos. Probablemente fríos, sin alma, como ese rostro que dibuja Auschwitz, siempre con la boca abierta para devorarlo todo. Pueden hacer trazos firmes, sin desvíos, adheridos al dictamen riguroso del cálculo, pero por sí mismas, parecen incapaces de tejer una caricia. Torpes para la inteligencia del amor. Prestas para señalar y apretar el gatillo.
Los dedos de las manos, que únicamente comprenden su propio lenguaje, solo están dispuestos al abrazo con otra mano, no como manifiesto de confianza y apertura, sino como pacto que sella el negocio o el acuerdo truculento tejido en las sombras. Los lenguajes de la cabeza y las manos, por sí mismos, dicen sin decir y hacen sin hacer. No se bastan por sí mismos para alcanzar la plenitud.
El lenguaje del corazón, el olvidado
La tarea de una universidad católica no es solo desarrollar la mente, la cabeza: debe expandir el corazón. Si se piensa y no se siente, no somos humanos, afirmó Francisco aquel día. El lenguaje del corazón, cuando el hombre lo desarrolla, aprende a sentir la vida por medio y a través de unos juicios valorativos que le permiten compartir, en la presencia de los demás, un interés subjetivo que nace de una necesidad de hacer recíprocas las sensaciones que despiertan los afectos. Cuando se cancela el lenguaje del corazón, se quiebran los fundamentos de un código ético en el que se fraguan las normas sociales que están vinculadas con la justicia.
El neurólogo portugués, Antonio Damasio, señala, concordando con Martha Nussbaum, pensadora norteamericana, que toda ética nace de un proceso cultural que se construye bajo los pilares de las emociones sociales, es decir, del lenguaje del corazón. Quizás, debido a que el lenguaje del corazón es mucho más complejo por las variadas y plurales dinámicas que orientan y constituyen a los afectos. Posibilita al hombre transformarse en brújula cuyo norte será el calor humano, acariciando sus imperfecciones y aprendiendo a discernir desde ellas los tramos de la vida. El lenguaje del corazón es el que permite al hombre deletrear la palabra acompañamiento desde el compromiso firme con la construcción de una civilización del amor. Paz y Bien, a mayor gloria de Dios.
Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor del Colegio Mater Salvatoris