(Cuarta de seis entregas)
“¡Ah, cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres!” (No. 35). Con este deseo, recordado al inicio del capítulo tercero de la exhortación apostólica ‘Dilexi te‘, el texto sitúa el centro del Evangelio en una forma concreta de Iglesia: la que reconoce “en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente” y proclama “que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres“. (No. 36).
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La memoria eclesial confirma esa identidad desde los orígenes. Los Apóstoles instituyen el servicio de la diakonía (Hch 6) y el primer mártir, Esteban, brota de ese grupo (No. 37). Poco después, san Lorenzo mostrará a las autoridades romanas dónde están los bienes de Cristo: “Estos son los tesoros de la Iglesia” (No. 38). El gesto no fue retórico: fue teología encarnada.
Los Padres de la Iglesia predicaron la misma convicción. San Ignacio de Antioquía y san Policarpo exhortan a una caridad vigilante que cuide de viudas, huérfanos, prisioneros y oprimidos. San Justino testimonia que, en la liturgia, la ofrenda se distribuye a “huérfanos y viudas… presos… extranjeros”. (No. 40). Y san Juan Crisóstomo, con su claridad habitual, corrige nuestras prioridades: “Dios no necesita vasos de oro, sino almas de oro”; “primero da de comer al que tiene hambre y luego adorna su mesa con lo que sobra”. (No. 41).
El cuidado eclesial se vuelve, entonces, hospitalidad concreta. La tradición muestra a Cipriano interpelando en tiempos de peste, a san Juan de Dios y san Camilo organizando hospitales, “con el mismo afecto que una madre amorosa suele asistir a su único hijo enfermo” (No. 50), y a tantas mujeres consagradas sirviendo con ternura a los pobres enfermos. La vida monástica unió oración y servicio: san Basilio articuló una caridad laboriosa; y san Benito estableció: “Mostrad sobre todo un cuidado solícito en la recepción de los pobres y los peregrinos, porque sobre todo en ellos se recibe a Cristo”. (No. 55).
La opción se hace también camino con los migrantes: desde Scalabrini y Cabrini hasta hoy, la Iglesia resume su misión en cuatro verbos, “acoger, proteger, promover e integrar”, sabiendo que “cada ser humano es hijo de Dios” y que en él “está impresa la imagen de Cristo” (No. 75). La misma lógica inspira a los movimientos populares, cuando la solidaridad lucha contra las causas estructurales de la pobreza y no se hace hacia los pobres, sino con los pobres.
Este capítulo no construye un ideal abstracto: lee la historia y la convierte en examen de conciencia. La Iglesia será verdaderamente de Cristo cuando su culto huela a misericordia, su mesa a pan compartido, sus templos a puertas abiertas y su administración a servicio. Porque ahí está su riqueza: “los pobres son los tesoros de la Iglesia”. (No. 38).
Lo que vi esta semana
Un sacristán dejó discretamente una bolsa con despensa diciendo: “Padre, que nadie se dé cuenta; que solo lo vea el Señor“.
La palabra que me sostiene
“Mostrad sobre todo un cuidado solícito en la recepción de los pobres y los peregrinos, porque sobre todo en ellos se recibe a Cristo”. (Dilexi te, No. 55)
En voz baja
Señor Jesús, haz de tu Iglesia una mesa para los últimos.
